Etiqueta: Música

  • ngo y el deseo; el nacimiento de un sueño

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    En la vi­da de to­da per­so­na hay mo­men­tos en que se im­po­ne una ne­ce­si­dad de cum­plir los de­seos por en­ci­ma de to­das las de­más co­sas. Los de­seos, des­de el más pe­que­ño has­ta el más des­co­mu­nal, re­quie­ren siem­pre un es­fuer­zo pa­ra cum­plir­los ya que es­ta­mos po­nien­do una par­te de no­so­tros mis­mos en el mis­mo; nues­tros de­seos son he­chos con­fi­gu­ran­tes de no­so­tros mis­mos. Por eso, aun­que el de­seo nun­ca sea re­tri­bui­do más allá del de­seo mis­mo, ese es su­fi­cien­te pa­go pues aque­llo que he­mos crea­do a tra­vés de nues­tros flu­jos de­sean­tes es una par­te de no­so­tros mis­mos que he­mos ce­di­do al mun­do. Por eso, hoy, he abier­to una nue­va re­vis­ta di­gi­tal de ám­bi­to men­sual don­de ha­ré crí­ti­ca mu­si­cal, se lla­ma ngo.

    El res­to de ex­pli­ca­cio­nes, y su do­sis, mul­ti­pli­ca­da por sie­te, de mis es­cri­tos las en­con­tra­rán hoy, y una vez al mes, allí. Disfruten y di­fun­dan la pa­la­bra. Los de­seos son la re­tri­bu­ción de uno mis­mo por la va­len­tía de afron­tar la vi­da con el amor más sin­ce­ro que pue­de desplegar.

  • el retrato como la plasmación cartográfica de un corte de sedimentación

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    El mun­do de la bur­gue­sía es un mun­do de apa­rien­cias tan frá­gi­les co­mo men­ti­ro­sas; cual­quier mí­ni­mo so­plo de un flu­jo di­ver­gen­te pue­de ras­gar los tos­cos biom­bos de la su­pe­rio­ri­dad de cla­se. Todos, en cuan­to hu­ma­nos, cae­mos en el te­rreno de los de­seos aun cuan­do no ten­ga­mos in­ten­ción de ello y, se­gu­ra­men­te más, cuan­do anhe­le­mos no de­jar­nos lle­var por és­tos. De las con­se­cuen­cias de los de­seos y, es­pe­cial­men­te, de su ne­ga­ción sa­be mu­cho Junichiro Tanizaki, co­mo nos de­mues­tra con su maes­tría ha­bi­tual en El Retrato de Shunkin.

    En es­ta nou­ve­lle Tanizaki nos na­rra la his­to­ria de Mozuya Koto, lla­ma­da Shunkin por su maes­tro de mú­si­ca, una be­lla y cul­ta mu­jer per­te­ne­cien­te a una aco­mo­da­da fa­mi­lia de Osaka. La ma­la for­tu­na ‑o qui­zás al­go más se­gún el narrador- la de­ja­rá cie­ga obli­gán­do­la a aban­do­nar su vo­ca­ción ar­tís­ti­ca, la dan­za, el úni­co ar­te don­de siem­pre di­jo ser una au­tén­ti­ca vir­tuo­sa; ha­cién­do­la cen­trar­se en sus ge­ne­ro­sas ap­ti­tu­des pa­ra el sha­mishem. Ahora bien, no to­do es­ta­rá per­di­do pa­ra ella, ya al tiem­po que pier­de su vis­ta se­rá aten­di­da amo­ro­sa­men­te por Sasuke, jo­ven sier­vo de la fa­mi­lia y dis­cí­pu­lo de Shunkin des­de ni­ños, cu­yo úni­co ob­je­ti­vo en la vi­da se­rá el de aten­der el más mí­ni­mo de sus de­seos; u ocul­ta­ción pa­ten­te de los mis­mos. Y es con él don­de co­mien­za la ver­da­de­ra his­to­ria, cuan­do el na­rra­dor nos va con­tan­do la vi­da de Shunkin siem­pre des­de la voz eter­na­men­te ena­mo­ra­da y ser­vi­cial de Sasuke. De és­te mo­do el na­rra­dor po­ne en cues­tión al­gu­nas de las afir­ma­cio­nes, par­ti­cu­lar­men­te lo que ata­ñe en la ce­gue­ra y el ata­que que su­frió Shunkin, pe­ro tam­bién dán­do­le cré­di­to a una reali­dad pa­ten­te: ella era una mu­jer de ca­rác­ter tal que allá don­de lle­ga­ra su voz en­con­tra­ría nue­vos enemi­gos que des­lu­cir. Entre la tor­men­to­sa re­la­ción de aman­tes ocul­ta ba­jo la for­ma de ser me­ros ama y cria­do, en una muy po­co ca­sual ana­lo­gía sa­do­ma­so­quis­ta, se irá en­tre­te­jien­do la his­to­ria de una mu­jer mal­di­ta de­ma­sia­do aban­do­na­da a sus de­seos cuan­do creía con­tro­lar­los to­dos ellos a la más ab­so­lu­ta per­fec­ción; siem­pre ba­jo el aten­to ver­bo cues­tio­na­dor del narrador.

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  • donde el amor nos alcanzó

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    Según Heráclito to­da la na­tu­ra­le­za exis­te en ho­nor de pa­res; to­do aque­llo que ten­ga un va­lor es­ta­rá siem­pre aso­cia­do de for­ma irre­so­lu­ble y vi­tal a su con­tra­rio. Sólo cuan­do ve­mos las fa­ce­tas de la reali­dad en su con­jun­to, en su har­mo­nio­sa co­mu­nión, po­dre­mos en­ten­der la in­trin­ca­da re­la­ción a tra­vés de la que se mue­ve el mun­do. Alguien que siem­pre ha en­ten­di­do es­to muy bien es Marlon Dean Clift y es­ta vez, ade­más, ha con­se­gui­do ma­te­ria­li­zar­lo de for­ma per­fec­ta en Þingvellir.

    Þingvellir es una zo­na de Islandia con tres pe­cu­lia­ri­da­des: una his­tó­ri­ca, una geo­ló­gi­ca y otra geo­grá­fi­ca. En el año 930 se creo an­te es­te pre­cio­so pa­sa­je el alþin­gi, el pri­mer, y aun en uso, par­la­men­to po­lí­ti­co de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad; es el lu­gar exac­to don­de con­ver­gen la pla­ca tec­tó­ni­ca eu­ro­asiá­ti­ca y nor­te­ame­ri­ca­na; y, ade­más, se pue­de ver la au­ro­ra bo­real des­de el pro­pio va­lle. Como en la can­ción las fuer­zas con­ver­gen con fu­ria en un eterno fluir cí­cli­co, pe­ro no cir­cu­lar, se si­túa siem­pre co­mo una con­for­ma­ción en es­pi­ral; des­de su ini­cio has­ta el fi­nal só­lo po­de­mos pre­sen­ciar la evo­lu­ción ló­gi­ca de he­chos que no se pue­den di­lu­ci­dar en su co­mien­zo. En un sub­ra­ya­do con­ti­nuo, tre­men­da­men­te ágil, lo que no es más que aque­llo que siem­pre es­tu­vo ahí en la vo­lun­tad de los pa­res nos con­ce­de la vi­sión de la sin­gu­la­ri­dad de un mo­men­to. Se da un de­ve­nir en el otro, en re­co­no­cer al otro co­mo en mi pro­pio ser, en el que no hay ni prin­ci­pio ni fi­nal sino el via­je en sí mis­mo; to­do se con­fi­gu­ra en la pu­ra cons­ta­ta­ción de que siem­pre los des­ti­nos es­tu­vie­ron uni­dos. Y he ahí que sea im­po­si­ble ver has­ta el fi­nal, en su con­jun­to com­ple­to, que no ha ha­bi­do cam­bio al­guno sino que fue­ron aflo­ran­do di­fe­ren­tes as­pec­tos que pa­re­cían ocul­tos: só­lo se pue­de ver aque­llo que es real ‑bien sea el amor, la po­lí­ti­ca, la geo­gra­fía o la música- des­de la dis­tan­cia que con­fie­re el po­der ver el pai­sa­je de la au­ro­ra, nun­ca só­lo la tierra.

    Y al fi­nal só­lo que­da esa sen­sa­ción de ha­ber vis­to al­go úni­co, es­pe­cial en el mun­do, que ja­más se vol­ve­rá a re­pe­tir por­que en ca­da oca­sión es di­fe­ren­te por­que to­do par, aun cuan­do los mis­mos, siem­pre su­po­ne una sin­gu­la­ri­dad úni­ca. Pues no hay na­da más allá del yo, ni na­da más cer­cano del otro, que no se pue­da ex­pli­car a tra­vés de to­do aque­llo que se con­fi­gu­ra co­mo el de­ve­nir en la ne­ce­si­dad de la dua­li­dad. Þingvellir, tie­rra de sue­ño y vigilia.

  • es la Estación Nuestra de la Humillación

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    Situar el pun­to exac­to don­de aca­ba la jus­ti­cia y co­mien­za la ven­gan­za es un de­ba­te de tan sen­ci­lla so­lu­ción que, ca­si por ne­ce­si­dad, pa­re­ce es­con­der al­gu­na tram­pa tras de sí. En el es­ta­do de na­tu­ra­le­za no hay dis­tin­ción al­gu­na en­tre ellas en tan­to do­mi­na­rá siem­pre el más fuer­te pe­ro en una so­cie­dad de de­re­cho se pre­su­po­ne a la jus­ti­cia el ca­rác­ter des­per­so­na­li­za­do del de­re­cho mien­tras la ven­gan­za es el ca­rác­ter pa­sio­nal de los im­pli­ca­dos. Nuestro de­ber no es só­lo po­ner­lo en du­da, sino tam­bién ex­po­ner es­ta du­da de la for­ma más cla­ri­vi­den­te po­si­ble co­mo ha­ce Tetsuya Nakashima en la me­jor pe­lí­cu­la de lo que lle­va­mos de año, Confessions.

    Yuko Moriguchi es una pro­fe­so­ra de ins­ti­tu­to que anun­cia su di­mi­sión al co­mien­zo de una de sus cla­ses. Sus jó­ve­nes alum­nos, lle­nos de jú­bi­lo, no tar­da­rán en con­te­ner su fe­li­ci­dad cuan­do es­ta co­mien­ce a con­tar­les es­truc­tu­ra­da­men­te, ca­si co­mo si de una cla­se se tra­ta­ra, to­do lo ocu­rri­do des­de ha­ce unos me­ses en su vi­da pa­ra to­mar es­ta de­ci­sión. Y en la de otras per­so­nas. Pronto des­ple­ga­rá sus car­tas mos­trán­do­nos que la de­pre­sión su­fri­da por la muer­te de su hi­ja le im­pi­de so­bre­lle­var la si­tua­ción, es­pe­cial­men­te des­pués de des­cu­brir que Estudiante A y Estudiante B de su cla­se fue­ron los que la ase­si­na­ron. Entonces no du­da­rá ni un se­gun­do en de­cla­rar­les su in­ten­ción de ven­gan­za ya que, al te­ner só­lo 12 años, la ley no po­dría ha­cer na­da con ellos más allá de una in­su­fi­cien­te re­pri­men­da por su com­por­ta­mien­to; su in­ten­ción ya cum­pli­da de mez­clar la san­gre in­fec­ta­da de VIH de su ma­ri­do muer­to en la le­che que esa mis­ma ma­ña­na to­ma­ron en cla­se. Aunque só­lo es­te frag­men­to po­dría ha­ber si­do un ex­ce­len­te cor­to­me­tra­je en ver­dad no es­ta­mos más que an­te el pre­lu­dio, el co­mien­zo pa­ra la au­tén­ti­ca pe­lí­cu­la: la su­ce­sión de con­fe­sio­nes don­de ca­da uno de los im­pli­ca­dos irán dan­do su par­ti­cu­lar vi­sión de lo ocu­rri­do en el trans­cur­so del tiem­po. Hasta la ven­gan­za final.

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  • el final es solo un momento del camino

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    Y aquí aca­ba por fin el es­pe­cial de Halloween de es­ta san­ta ca­sa. Ha si­do una se­ma­na ago­ta­do­ra, lle­na de con­te­ni­dos y unas co­la­bo­ra­cio­nes ex­cep­cio­na­les que han de­ja­do el lis­tón muy al­to pa­ra pró­xi­mos años pe­ro pa­ra eso aun que­da ca­si un año en­te­ro. Ahora so­lo les que­da de­lei­tar­se, re­pa­sar o leer las en­tra­das que les fal­tan de es­te ex­ce­len­te es­pe­cial que va cre­cien­do año tras año. Y es­pe­re­mos que du­re mu­chos años

    Guía de pos­teos en The Sky Was Pink.

    las ti­nie­blas se es­con­den en el seno de lo po­lí­ti­co (Música: Sedicion Punk/Garage di­rec­tos des­de México)
    nues­tros de­seos nos con­du­ci­rán a la os­cu­ri­dad (Colaboración de có­mic de Oh_Mike_God con el man­ga D.Gray-Man)
    en el ama­ri­llo re­sal­ta me­jor el ro­jo de tu san­gre (Serie de ani­ma­ción: La Casa del Horror XX de Los Simpson)
    aque­llos dul­ces ojos ino­cen­tes (One Hit Wonder: My Neighbor Satan de Boris)
    en­tre el amor y la ob­se­sión hay un nom­bre de mu­jer (Colaboración de ci­ne de Rak Zombie con The Loved Ones)
    la ca­sa co­mo car­cel pa­ra el amor per­di­do (Cine: la su­rrea­lis­ta pro­duc­ción ja­po­ne­sa Hausu)
    la ca­tár­ti­ca me­dia­ción del yo (Colaboración de one hit won­der de Francis Ruiz con Happiness In Slavery de Nine Inch Nails)
    ¿es que na­die va a pen­sar en los ni­ños? (Cómic: es­pe­cial Tales from the Crypt de Animaniacs)
    el ori­gen del ho­rror se es­con­de en nues­tras en­tre­te­las (Música: Zombie Zombie ver­sio­nan­do clá­si­cos de Carpenter en Zombie Zombie Plays John Carpenter)
    los vam­pi­ros, aun con dien­tes de sie­rra, vam­pi­ros se que­dan (Colaboración de vi­deo­jue­go de Dani Lain con Soul Reaver)
    en las que­ma­du­ras de ci­ga­rro es­tá el fin de la exis­ten­cia (Cine: un nue­vo clá­si­co de Carpenter, Cigarette Burns)
    la mu­jer de ro­jo (Colaboración de li­te­ra­tu­ra con un re­la­to ori­gi­nal de Yume de Sen Jin con ilus­tra­ción de Mikelodigas)
    el amor es una flor re­ga­da con san­gre (Cómic: adap­ta­ción de la pe­lí­cu­la Dracula de Bram Stroker)
    usa­gi to nō­sa­gi no mo­no­ga­ta­ri (One Hit Wonder: A Bunny’s Life de Monokron)
    pue­de vol­tear la ciu­dad pa­tas arri­ba si quie­re pe­ro no se man­ten­drá se­co (Colaboración de re­fle­xión de Yû Ä®àkî)
    tras la car­ca­ja­da: la na­da (Animación: los per­tur­ba­do­res ví­deos de Shintaro Kago)
    ¿qué es ha­llo­ween? (Colaboración de có­mic de Mikelodigas con un par de ti­ras có­mi­cas originales)

    Guía de pos­teos en Hellfire Within Me

    The Residents — Not Available (1978)
    Moldilox — The Drifting Classroom (2009)
    Monokrom — Tales Of Rabbits And Hares (2005)
    Varios Artistas — Hammer: The Studio That Dripped Blood! (2001) (Aun es­tan­do en Hellfire Within Me es tam­bién par­te de la co­la­bo­ra­ción de Mario Vírico pa­ra es­te especial)

    Y si pen­sa­ban que des­pués de 21 en­tra­das, que se di­ce pron­to, les de­ja­ría en una suer­te de coitus in­te­rrup­tus es­tán us­te­des más que equi­vo­ca­dí­si­mos. Así que aquí tie­nen una bre­ve, os­cu­ra y me­lan­có­li­ca se­sión de Halloween pa­ra que ade­re­ce la lec­tu­ra de es­te es­pe­cial o lo que más les plaz­ca, fal­ta­ría más. Ah, la trac­klist es­tá des­pués del sal­to. Ya so­lo me que­da de­sear­les una es­tu­pen­da no­che de Halloween, que pa­sen mu­chí­si­mo mie­do y se di­vier­tan tan­tí­si­mo con no­so­tros co­mo sin no­so­tros. Nos en­con­tra­re­mos de nue­vo en los in­te­rreg­nos del pró­xi­mo nue­vo año.

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