Etiqueta: naïf

  • la risa inocente es la cura del zombie precoz

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    Quizás Keiji Inafune no es­té to­do lo fino que de­be­ría en los úl­ti­mos tiem­pos, des­de lue­go el trash se ba­sa en el can­dor y la ino­cen­cia de sus hi­la­ran­tes lo­gros y una bue­na pe­lí­cu­la de vi­deo­jue­gos so­lo pue­de na­cer des­de el amor y la com­pren­sión de los có­di­gos de es­tos. Precisamente to­do es­to y mu­cho más aca­ba ani­dan­do en la fan­tás­ti­ca a la par que de­men­cial Zombrex: Dead Rising Sun de Keiji Inafune.

    Como un mo­do de pro­mo­cio­nar la se­gun­da en­tre­ga de la sa­ga Dead Rising en Capcom de­ci­die­ron ha­cer es­ta pe­lí­cu­la, ca­pri­cho de Inafune. Y le­jos de ser una de­cep­ción ab­so­lu­ta con­si­gue apro­ve­char con bas­tan­te sol­ven­cia los ele­men­tos de los que dis­po­ne. La his­to­ria no po­dría ser más sim­ple, dos her­ma­nos en ple­na epi­de­mia zom­bie bus­can un re­fu­gio pe­ro nin­guno les aco­ge por ser uno de ellos pa­ra­lí­ti­co e ir en si­lla de rue­das. Al in­ten­tar res­guar­dar­se en al­gún lu­gar du­ran­te la no­che aca­ben en un al­ma­cén don­de un gru­púscu­lo de ya­ku­zas ha­cen de su ley el or­den. Encerrados en­tre los zom­bies y los ya­ku­zas la su­per­vi­ven­cia se vuel­ve cru­da y di­fi­cul­to­sa. Sin ser na­da nue­vo ba­jo el sol en cuan­to ar­gu­men­to su ma­yor lo­gro es co­mo sol­ven­ta uno a uno los pro­ble­mas téc­ni­cos. Con un pre­su­pues­to mí­ni­mo am­bien­tan ca­si to­da la ac­ción en un al­ma­cén sin aca­bar por dar sen­sa­ción de te­dio gra­cias a la ayu­da de unos flash­backs bien po­si­cio­na­dos que di­na­mi­zan el rit­mo. Además el uso de la ma­yor par­te del tiem­po de una cá­ma­ra en pri­me­ra per­so­na des­de el her­mano en si­lla de rue­das es otro de los gran­des lo­gros de la cin­ta. Desde el mis­mo mo­men­to en que se in­si­núan mu­chas más co­sas de las que real­men­te se ven has­ta que nos da un pun­to de vis­ta pe­cu­liar de to­da la ac­ción, siem­pre des­de un cen­tro de gra­ve­dad ines­ta­ble y, ade­más, ba­jo. Desde lue­go no re­vo­lu­cio­na­rá el ci­ne es­ta pe­lí­cu­la pe­ro sí que nos en­se­ña que no ha­cen fal­ta pre­su­pues­tos abul­ta­dos si las ideas y la dis­po­si­ción es buena.

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  • los caminos del trash son inescrutables

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    Ver la be­lle­za en el he­cho fa­lli­do es al­go que ne­ce­si­ta de una sen­si­bi­li­dad es­pe­cial de la cual el con­su­mi­dor me­dio del me­lo­dra­ma y el bes­tse­ller ba­ra­to de la tem­po­ra­da ca­re­ce. El por­que re­bus­car en­tre los ju­gue­tes ro­tos del ver­te­de­ro de la cul­tu­ra so­lo lo sa­be aquel que sa­be pa­la­dear los gui­sos de las más al­tas y las más ba­jas co­ci­nas. Y si al­guien es per­fec­to pa­ra guiar­nos en se­me­jan­te pe­ri­plo ese es Jordi Costa con Mondo Bulldog.

    En es­te im­pres­cin­di­ble Mondo Bulldog nos en­con­tra­mos un psi­co­tró­ni­co por lo más gra­na­do y lo más ab­yec­to de la bi­za­rrez tan­to allen­de los ma­res co­mo en nues­tra pro­pia piel de to­ro. Dividido en cin­co ca­pí­tu­los nos da una sór­di­da mi­ra­da ha­cia las aca­na­la­du­ras de la cul­tu­ra mien­tras, en­tu­sias­ma­do, nos ex­pli­ca la pu­ra ge­nia­li­dad de es­tos des­pia­da­dos ar­te­fac­tos naïf. Aunque el grue­so del li­bro, ca­si la mi­tad, es­te de­di­ca­do al ci­ne no du­da en abor­dar to­dos los es­pec­tros de lo au­dio­vi­sual ade­más de dar­nos un buen re­pa­so por el mun­do del ser hu­mano co­mo pro­duc­to trash: el freak. Con un es­ti­lo li­ge­ro y con pro­fu­sión de nom­bres de to­da ín­do­le vi­vi­sec­cio­na con cer­te­za mien­tras nos en­se­ña las tri­pas del mons­truo que hay de­trás de la pa­red. Un mons­truo que, por otra par­te, nos en­car­ga de se­ña­lar una y otra vez que no es mal­va­do o pre­me­di­ta­do, es ac­ci­den­tal y ahí es­tá su en­can­to, es ge­nuino. Lo trash sur­ge, ge­ne­ral­men­te, en un ac­ci­den­tal in­ten­to de ha­cer un en­te cul­tu­ral o ar­tís­ti­co de va­lor que sin em­bar­go aca­ba en un fra­ca­sa­do in­ten­to. En otras oca­sio­nes es pre­me­di­ta­do pe­ro en otras mu­chas ni si­quie­ra exis­te nin­gu­na cla­se de in­ten­cio­na­li­dad cul­tu­ral en el pro­duc­to trash. Lo trash lo es por el mé­ri­to pro­pio de serlo.

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  • el ánima de los mitos

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    La re­in­ter­pre­ta­ción es una cla­ve ex­ce­si­va­men­te in­fra­va­lo­ra­da en el ar­te de un tiem­po a es­ta par­te. Aun exis­tien­do en la mú­si­ca los re­mi­xes y las ver­sio­nes siem­pre pa­re­ce que los ar­tis­tas se li­mi­tan a imi­tar lo que han es­cu­cha­do a su ma­ne­ra, sin in­ten­tar apor­tar al­go sus­tan­cial­men­te nue­vo, sa­car a la luz al­go que es­tu­vie­ra es­con­di­do en­tre esas no­tas. Salvo Bryan Lee O’Malley con su one man band, Kupek.

    En su dis­co Nameless, Faceless Compilation des­pués de un agra­da­ble em­pa­cho de in­die pop de lo más naïf se des­cuel­ga de re­pen­te con una ver­sión de Born Slippy de Underworld. Huyendo de los so­ni­dos elec­tró­ni­cos mi­ra más allá de la pro­pia can­ción y no so­lo la lle­va a su es­ti­lo, sino que la re­in­ter­pre­ta de prin­ci­pio a fin. Es la mis­ma can­ción, son las mis­mas no­tas, pe­ro a la vez es al­go to­tal­men­te di­fe­ren­te, al­go nue­vo, al­go que siem­pre es­tu­vo en­ce­rra­do ahí y, so­lo aho­ra, ve la luz. La can­ción se vuel­ve dul­ce y tier­na, con una ale­gre me­lan­co­lía que nos em­pa­pa en­te­ra­men­te de prin­ci­pio a fin. A su vez, con su mi­ni­ma­lis­mo ba­rro­co, con­si­gue des­per­tar una reali­dad la­ten­te que es­ta­ba ya tan­to den­tro de la pro­pia com­po­si­ción, co­mo den­tro de no­so­tros mismos.

    Cuando uno re­in­ter­pre­ta de­be ha­cer­lo con la ca­be­za, el co­ra­zón y el al­ma, pro­pio y de la com­po­si­ción. La bús­que­da del au­ten­ti­co men­sa­je es­con­di­do en el áni­ma de la mú­si­ca es otra de las la­bo­res del mú­si­co que de ver­dad ama su ar­te. Y den­tro pa­sea un ángel… 

  • melodías de un amor naïf

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    Existen clá­si­cos que pa­re­cen ab­so­lu­ta­men­te in­to­ca­bles, can­cio­nes que nin­gún mú­si­co en su sano jui­cio ver­sio­na­ría. Son can­cio­nes con una per­so­na­li­dad tan pro­pia que el me­ro he­cho de to­car­las pa­re­ce sa­cri­le­gio pa­ra cual­quie­ra. Por suer­te pa­ra Capote, tal sa­cri­le­gio no existe.

    Capote es una jo­ven ja­po­ne­sa que ver­sio­na can­cio­nes en un muy par­ti­cu­lar y sen­ci­llo es­ti­lo, que ya sea elec­tró­ni­co o ins­tru­men­tal siem­pre tien­de a la sen­ci­llez. En con­jun­to a es­te nue­vo so­ni­do que les da a can­cio­nes clá­si­cas he­mos de su­mar­le su voz, eté­rea, co­mo de otro mun­do más allá de nues­tra reali­dad. Esa má­gi­ca sen­ci­llez, ese es­ti­lo naïf, tierno y en­can­ta­dor les ena­mo­ra­ra de in­me­dia­to con el can­dor y la be­lle­za que des­pren­de de ca­da una de las canciones.

    Quién se atre­ve a aso­mar­se a los abis­mos de Disorder y sa­le vic­to­rio­sa me­re­ce ser es­cu­cha­da. El amor, co­mo la be­lle­za, siem­pre se es­con­de en las co­sas más sencillas.