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  • No por tener una capa eres Superman (I)

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    La ca­pa, de Joe Hill

    Si es­tu­vie­ras ca­yen­do en el abis­mo, ¿te da­rías cuen­ta? Esta pre­gun­ta que pa­re­ce po­der ser del Nietzsche más ele­gó­ri­co, si es que pre­ten­der afir­mar que hay un Nietzsche no ale­gó­ri­co no fue­ra un com­ple­to ab­sur­do, po­dría ser uno de los prin­ci­pios vi­ta­les por los que re­gir­se cuan­do to­do pa­re­ce que se es­tá des­tru­yen­do a nues­tro al­re­de­dor. Cuando na­da se man­tie­ne en pie, cuan­do to­do cae y se des­mo­ro­na ba­jo nues­tra ana­lí­ti­ca vi­sión, en­ton­ces de­be­ría­mos plan­tear­nos si es el mun­do lo que se es­tá des­mo­ro­nan­do y no no­so­tros; la di­fe­ren­cia en­tre el abis­mo y caer en el abis­mo a ve­ces es tan sim­ple, tan li­ge­ra a im­per­cep­ti­ble, que re­sul­ta im­po­si­ble en­con­trar la di­fe­ren­cia en­tre es­tar en él y es­tar ob­ser­van­do él. Cuando nos si­tua­mos en el ob­je­to de la caí­da pa­re­ce que es to­do el res­to del mun­do el que es­tá ca­yen­do y no no­so­tros, por eso pa­re­ce co­mo sí ne­ce­sa­ria­men­te es­tu­vié­ra­mos sien­do los úni­cos que si­guen en pies ba­jo las rui­nas de un mun­do que en ver­dad aun si­gue en pie. Este es el prin­ci­pio del nihi­lis­mo (ne­ga­ti­vo) del hombre.

    Partiendo de es­ta pre­mi­sa Joe Hill, el hi­jí­si­mo de Stephen King, va cons­tru­yen­do co­mo una ce­bo­lla una his­to­ria que se ba­sa en la su­per­po­si­ción de to­das las ideas que van pro­du­cien­do el es­ta­lli­do in­su­rrec­to de un hom­bre des­cen­dien­do ha­cia ha­bi­tar su pro­pio abis­mo. Partiendo en la in­fan­cia ju­gan­do a ser su­per­hé­roe, in­ca­paz de acep­tar que su her­mano pu­die­ra no que­rer ju­gar con él, aca­ba­ría con­vir­tién­do­se en uno pre­ci­sa­men­te por el po­der de la ca­pa del tí­tu­lo, que im­pe­di­ría, aun cuan­do só­lo fue­ra por un bre­ve pe­rio­do de tiem­po, que hi­cie­ra sus hue­sos fos­fa­ti­na con­tra el sue­lo. A par­tir de ahí to­da su vi­da se­ría un ale­jar­se de los de­más ‑fí­si­ca­men­te, por­que sus hue­sos sol­da­ron mal; men­tal­men­te, por­que su ca­be­za nun­ca re­cu­pe­ró sus ca­pa­ci­da­des originales- y en­ce­rrar­se en los có­mics; el ar­gu­ye que es por los vi­vos co­lo­res, el pa­pel ba­ra­to, la sen­ci­llez de su pro­pó­si­to, pe­ro en reali­dad des­cu­bre en ellos to­do aque­llo que es él pe­ro nin­guno más pue­de com­pren­der: la fas­ci­na­ción, la ca­pa­ci­dad de ha­cer un im­po­si­ble, el es­tar más allá del bien y del mal. Él fue por unos ins­tan­tes un hé­roe, un su­per­hé­roe, en la mis­ma me­di­da que los que leía con fas­ci­na­ción cre­cien­te en sus có­mics, la di­fe­ren­cia es que él se que­dó sin la po­si­bi­li­dad de se­guir vis­tien­do su capa. 

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