El problema del ajedrez como motivo literario es que vale para hablar de todo, salvo de lo más importante: de la existencia. Se parece a todo, al amor o a la guerra, a la política o a las familias, pero si hablamos de la vida nunca se parece en nada al ajedrez. Nunca saldremos vivos de esta vida y, en el ajedrez, siempre cabe la posibilidad de ganar por remota que esta sea. O quizás por eso, el ajedrez sólo puede ser metáfora de la muerte, de la aceptación: en tanto perder es una opción tan probable como ganar, sólo nos queda aceptar que cuando entramos al juego debemos plegarnos a sus reglas. Incluso cuando no sabemos estar jugando.
¿Qué es un gambito de caballo? Para quienes no estén familiarizados con el ajedrez, consiste en sacrificar una caballo para obtener una ventaja táctica en el tablero. Si hablamos de Gambito de caballo, parece evidente por donde puede ir la metáfora: no sólo el sacrificio del caballo, o el caballo como sacrificio —asumiendo en el proceso que para ser un jinete excepcional, o llegar a ser excepcional en cualquier ámbito, es necesario el sacrificio, incluso, cuando no se percibe como tal — , sino también el carácter ajedrecístico, filosófico, deductivo en suma, de la novela de detectives. Toda investigación es confrontación de ingenio. Allá donde el criminal dispone todo para no ser capturado, el detective debe leer sus errores para derrotarle; quien empieza el primer movimiento tiene ventaja porque, hasta que se cometa un primer error, es él quien controla el tablero: cometer un crimen constata que se está jugando, pero nada se puede hacer hasta que no comete algún fallo.
Como ajedrecista, nada sabemos de William Faulkner; como escritor, si le conocemos algunos vicios y modos que repite con taligráfica precisión en cada una de sus novelas. Gavin Stevens es el fiscal del distrito de Yoknapatwaha, al norte de Mississippi, donde encontramos todos los elementos clásicos del autor: el sur profundo, la endogamia, la riqueza en decadencia, la pobreza oculta, la indefensión (e inocencia oscura) de la naturaleza. ¿El problema? Que un fiscal no puede ser fagocitado por su entorno. Aquel fiscal que no está imbricado de forma profunda en la sociedad sino que se deja devorar por ella no es fiscal, sino ejecutor; aquel fiscal que no siente apego por la sociedad será o ejecutor si es por la justicia o injusto si es por la indiferencia: como fiscal en un mundo corrupto, Stevens debe estar por encima de su entorno sin abandonarse a las conexiones que fluyen hacia el mismo. Debe ser faulkneriano. ¿Qué es ser faulkneriano? Tener un pasado tortuoso, que queda siempre como un fantasma por volver, que no se pueda abandonar sin abrazarlo.
Stevens, licenciado en filosofía por Harvard y Heidelberg —quizás guiño a Hegel, aunque éste se sentiría más cómo con Jaspers—, con el ingenio siempre por medida, si fuera perfecto no sería fiscal sino justiciero: sigue corazonadas, miente por la justicia y también por intereses personales. Se enamora y se equivoca, deja pasar cosas y, en sus corazonadas, a veces se equivoca; su nobleza nace de saber rectificar, de no enfangarse en el error constante. Si rehuye el ajusticiamiento es porque, en sus defectos, reside la semilla de su carácter de justicia. La filosofía le da ingenio y perspectiva, los errores oportunidad de rectificar ante el equívoco.
Decíamos que no sabemos cuanto sabía Faulkner de ajedrez, pero su rey Stevens se ve sumergido en la novela no sólo en trama, sino también en estructura, ajedrecística. ¿Gambito de caballo son seis relatos con vinculación a través de su protagonista o una novela en seis tiempos, seis relatos, que hace de la elipsis entre sus capítulos su virtud. Como toda obra consciente de su singularidad, o como todo gran movimiento de ajedrez, es (las) dos cosas a la vez: leerlo como serie de relatos no desvirtúa el conjunto, ya que está planificado de tal forma que tengan significación y valor por sí mismos; leerlo como novela en relatos, da un significado ulterior: todo cuanto ha acontecido hasta el momento no son sólo destellos de la vida de un hombre, sino toda la cosmogonía que acontecía detrás suyo. Si deseamos novela negra, son relatos; si deseamos la vida de un hombre justo, es novela. Si aceptamos que la novela de ajedrez venía dada por la intención del autor, y que siempre hemos de reconocerle la máxima valía posible a aquellos que la demuestran, entonces sería injusto reducirlo a «colección relatos» o «novela»: es, y debería ser, las dos.
Como relato, queda claro porque son novela negra; como novela, habría que hablar de Stevens. Sus recuerdos, un destello. Cada vez que habla de París o Heidelberg, rara vez de Harvar, es para colocarnos en situación de lo que ocurre en su presente; aquellos errores, mínimos, que le llevaron hacia una vida donde siempre andará a la espera de reparar su error: dos cartas cruzadas, dos mujeres, dos idiomas. ¿Por qué dos, siempre dos? Porque todos los relatos crean la sustancia que alimenta nuestra idea sobre su persona, ese brillante viejo zorro capaz de rectificar ante su consciencia pero superado por sus efectos, para conducirnos hacia su último caso: el intento de asesinato del prometido de su antigua prometida, la cual lo abandonó por un desafortunado cruce de cartas provocado por la indiferencia. Indiferencia distante. ¿El caso que debe resolver, el gambito de caballo de derrotar, no es acaso un intento de asesinato tanto como un intento de recuperar su amor perdido? Ambas tramas van juntas, e iban incluso cuando no las conocíamos: se ocupa del crimen sin cometer no por impedirlo, sino por rectificar en un error en el cual se ha obcecado por años. En recuperar su amor perdido.
Si como conjunto de relatos es interesante, sólo como novela alcanza aquel punto brillante que sostiene para sí: va hilando detalles que confluyen sólo al final, en un cierre de la vida detectivesca —y, por extensión, filosófica— de Stevens no por el cierre del crimen, que no se agota nunca, sino por aceptar su propio crimen, su incapacidad de aceptar sus sentimientos, que tampoco se agotan nunca.
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