A la hora de abordar una pieza artística, aunque en realidad lo hagamos en todos los posibles planos existenciales, nos movemos en la clásica dicotomía moral bueno-malo, el “problema” es que así siempre pecamos de caer en la absoluta subjetividad; lo bueno y lo malo está en los ojos que lo miran. He ahí la mayor problemática a la hora de juzgar Insidious, de James Wan, que arrastra la lacra de ser juzgada en unos términos personales sin una teorización previa. Entonces, ¿qué deberíamos concluir antes de hablar de la película? Del tema predominante durante todo su metraje: la auto-consciencia.
Dividida en tres fragmentos émulos del terror clásico de los 80’s ‑casa encantada, investigación sobrenatural y viaje al otro lado- Wan nos propone un cambio brusco en tono en cada uno de ellos. La gravedad casi dramática del primer fragmento deja paso de un terror humorístico en la segunda con todos los descabellados personajes presentados para la ocasión para acabar en un último acto digno de la más demente EC Comics; el conjunto de su diversidad es, precisamente, el divagar en una evolución constante. Y he ahí la auto-consciencia de la película, no hay tránsitos gratuitos o sin razón alguna, todo es coherente en su propia conformación sólo que, como toda gran obra, sólo se comprende en tanto se ve en perspectiva de conjunto. El trabajo de Wan es consciente de lo que es, tendiendo desde el humor más idiota hasta momentos de auténtico pavor, pero siempre manteniendo un tono común, unificador, que sólo se ve en tanto unidad conformante en sí misma.
Pero si la película es coherente en sí misma en las temáticas que aglutina y el como lo hace, no lo hace en menor medida en su desarrollo argumental. Las exquisitas actuaciones de todos los actores, entre el puro histrión y la solemnidad paródica, son otro tributo a esa auto-consciencia de no estar ante sólo una película de terror; de estar ante algo más allá de las convenciones pero, a su vez, estar justo en su centro mismo. Su aparente deriva caótica, el no saber donde situarse, es precisamente la demostración de haber sabido capturar una identidad propia que rechaza y aúna en su seno los géneros que aborda.
Si al principio decía que la auto-consciencia inundaba cada uno de los rincones de la película de Wan no es baladí, pues incluso en su argumento acaba sosteniéndose todo sobre tal premisa de la identidad. Durante todo el metraje vemos como Lambert, padre y auténtico protagonista de la película, realiza el clásico viaje del héroe; es una narración precisa de como el héroe pasa de una vida normal hasta la resurrección. Y aquí fracasa. Antes de poder volver a casa Lambert debería haberse reconocido en el otro como pasado, adquirir una auto-consciencia de sí, para volver pero, en su rechazo de lo que es constituyente de su pasado condena su presente-futuro. Por ello, en el momento de la resurrección del héroe, se da un estrepitoso fracaso que no sólo imposibilita la conformación del héroe sino que también desata el mal en el mundo. He ahí la reacción final, el porque cada foto es como una muestra de brutalidad patente: la foto congela mi ser en un espacio y tiempo determinado impidiendo mi devenir futuro; la fotografía me cosifica en una entidad ajena a mi mismo.
El terror que se desprende de la película no es el de los sustos que puedan darnos las diferentes entidades que asoman por el trayecto, sino el terror puro de verme imposibilitado de verme reconocido en el espejo. Cuando me niego ante el espejo, cuando me configuro en la foto, me origino como una entidad que no es auto-consciente de su ser; me niego a mi mismo por mi incapacidad de saber quien soy yo en realidad. El auténtico terror del hombre contemporáneo es la incapacidad de reconocerse en sus canas.