Kiss Kiss, Bang Bang, de Shane Black
Si existe un género que ha cerrado filas alrededor de su propia estructura, aun cuando eso no signifique en caso alguno que se le niegue toda posibilidad de subversión —siendo el caso más bien al contrario: partiendo de ella es común llegar hasta nuevos lugares — , ese es el de la novela negra. Su cerrar no es tanto un acabar, un no permitir salirse de unas ciertas directrices, como determinar unos ciertos componentes básicos a través de los cuales armar un juego mayor: un crimen que puede ser un misterio, un héroe ambiguo y una chica de recursos; el resto lo debe poner (el estilo de) cada autor. Es por eso que partiendo de esa premisa se puede tanto testimoniar el impoluto pulso narrativo de Raymond Chandler, aceptar el juego de hilos narrativos de Quentin Tarantino o la derivación tecnofílica de William Gibson. La flexibilidad de su cerrar se da en su elasticidad: está cerrado sólo para que su penetración sea más cómoda.
En ese sentido conocer las reglas se hace imprescindible para jugar, por lo cual Shane Black arroja a sus personajes en mitad del juego sabiendo todas las reglas: hay dos crímenes, uno horrible y otro común, que resultan ser el mismo; el protagonista es un héroe ambiguo; la chica tiene recursos y es capaz de volver loco al protagonista. Pero también conoce bien las reglas de cualquier película, en su forma más clásica, cuando, Antón Chéjov mediante, el narrador nos recuerda una derivación del «no se debe introducir un rifle cargado en un escenario si no se tiene intención de dispararlo». ¿Y qué hay del narrador? El también se sabe las reglas. Nada en las reglas nos dice que el narrador no pueda ser omnisciente, que el propio protagonista nos hable de lo que está ocurriendo o que la historia esté siempre atravesada por el stream of consciousness del mismo; ni siquiera nos dice nada que el narrador no pueda olvidarse de cosas, mentirnos, burlarse de lo artificial de su narración: emborronar el concepto de historia (como story).