El principal problema que tenemos como público es que hemos sido educados por un academicismo científico que cree poder reducir el arte a valores objetivos —que afirma poder establecer cánones incontrovertibles, cuando el arte es algo que requiere de perspectiva y, en buen grado, de interpretación — , abrazando entonces la posible existencia de verdades absolutas en el arte. Cosa que no es así. El problema derivado de ello no es tanto que despreciemos las formas populares del arte como que nos creemos menos elitistas de lo que en verdad somos. Es posible pensar pero no afirmar que «me aburre la música clásica y James Joyce es ilegible», pero nadie nos censurara por afirmar además de pensar que «la electrónica es ruido y Haruki Murakami una moda pseudointelectual»; existe una censura contra la crítica hacia lo establecido como elevado que no se da con lo popular. El elitismo cultural asola el mundo. Más en España, o en la cosmogonía hispanohablante en general, donde intentar buscar que alguien ría es motivo de mofa y sospecha; el payaso es sospechoso, el imbécil disfrazándose para pretender ser popular, porque es la zafia demostración de que los otros, aquellos más estúpidos que nosotros, sólo pueden apreciar el aspecto más inmediato del arte: lo festivo. Lo que olvidan es que el único que puede insultar al rey es el bufón, que el que gobierna en las sombras es el enano al cual se permite ofender al rey.
Pretender circunscribir a Silverio dentro de cualquier categoría musical es absurdo: si bien hace electrónica con evidentes concesiones breakbeat, no podemos reducirlo hasta ningún género en particular; del mismo modo, pretender reducirlo hasta la humorada clásica sería no respetar su trascendencia. Anida en él algo más profundo. Cualquier crítico que pretenda hacerse ver serio afirmará de su música que es fatua, sin valor musical estricto, en tanto no respeta concesiones ni géneros y, por extensión, es por sí misma inválida de ser juzgada como música; es un chiste, según esos hombres serios, como podría ser como podrían ser Ojete Calor o Putilatex. Lo afirmarán «irónico» para justificar un placer que «su responsabilidad social» sentencia como negativo. Aunque es posible entender que haya un componente humorístico de algún grado en su contenido, sería reducir su auténtica dimensión hasta el componente mínimo a través del cual se puede analizar. Es incómodo y absurdo, pero trasciende la condición de chiste: nos reímos con Silverio, pero es ofensivo.
Hacer entender por qué es ofensivo es complejo no porque sea difícil comprender la ofensa, que de todos modos resulta clara, sino porque nos han educado de tal modo que no somos capaces de ver que exista ofensa, ya que debemos considerarlo fatuo. Nos ofende porque violenta nuestras concepciones: ni es música que podamos catalogar como «de valor» ni es sólo un chiste musicalizado, es algo que se sale del radar del buen gusto. Es ofensivo porque atenta de forma primaria contra cualquier concepción que tengamos respecto a la música, porque exige salirse de nuestros esquemas mentales naturales para asumir un paradigma donde Silverio debe ser interpretado sólo desde las necesidades internas de su propio discurso. Es una tesis anárquica sólo válida para sí misma.
Que para Salón de belleza se haya aliado con Nacho Vigalondo, director del videoclip, refuerza ese sentimiento de incomodidad que se hace, por la tradición cinematográfica, más sencillo de comprender a través de las imágenes. El vídeo tiene una belleza plástica incontestable, pero la representación de sus actos —Silverio contoneándose en calzoncillos rojos, guardando una moneda en su ano— resulta sólo menos inapropiado con respecto de su forma que inapropiado es el contenido en sí: se nos narra un metafórico descenso de Silverio al inframundo, que puede ser interpretado a su vez cono las excesivas consecuencias de una noche festiva. Sólo que no es inapropiado. Nos han intoxicado con la idea de que la belleza radica en la forma armonizando con un contenido «bello», entendiendo por bello «serio y profundo». Si seguimos los actos del músico durante el videoclip lo veremos morir, llegar hasta el infierno con referencias grecolatinas sobre el descenso y, para acabar, una sesión de spanking que lo conduce hasta cantar el final de la canción para un público extasiado al cual se nos presenta, en juego de plano-contraplano, como un interlocutor ajeno de su dimensión inmediata. La doble interpretación resulta evidente: el proceso creativo del autor como un descenso a los infiernos, de donde sale tan herido como posibilitado para crear; y el proceso de una noche de fiesta, de donde sale con lagunas y sin saber exactamente qué ha ocurrido.
Separar ambas interpretaciones como mutuamente excluyentes sería hacer lo que estamos criticando. La belleza plástica de su música, que es tan inclasificable como vanguardista en su paradigma estético, confluye de modo perfecto con una letra que abraza el sinsentido, porque resulta de una violencia lingüística indescifrable, del mismo modo que la belleza plástica del vídeo, que está rodado con una exquisitez de medios depalmiana, confluye de modo perfecto con una narración que fusiona lo culto y lo popular sin complejos, porque son dos momentos del mismo acto. No diferencia lo obsceno de lo clásico, la fase anal de un poema de Ovidio: a la hora de la verdad no importa la procedencia del contenido, sino la posibilidad de hilarlo en su propio paradigma particular. Intentar juzgar a Silverio desde paradigmas estéticos predeterminados es un fracaso inmediato; su belleza radica en que todo análisis debe realizarse desde la concepción de que debemos adaptar el método al objeto de estudio. Juzgar a Silverio desde un criterio humorístico no pasa de rascar la superficie de su contenido, desde uno estético clásico ni siquiera se sostiene. ¿Qué nos queda entonces? Buscar métodos que nos hayan podido servir con anterioridad.
La lógica de Silverio es carnavalesca. Todo empieza y acaba en su demencia desatada, pero cuando baja del escenario es un hombre educado e inteligente que no tiene problemas en plantear sus actos con perspectiva; sobre el escenario, cuando está practicando su música, se autodeclara emperador porque es el rey de un universo hiperkinético donde todo se absorbe dentro de una construcción que sólo se puede comprender no desde la ironía, sino desde la aceptación ciega de la fiesta. Debemos implicarnos en la fiesta propuesta para comprender su mensaje. La ironía crea una distancia indeseable que nos hace experimentar el proceso sin involucrarnos de forma real en el mismo, por eso debemos acudir a Mijaíl Bajtín para saber cómo abordarlo: es el problema del cuerpo grotesco.
Aunque podría parecer que vamos a hablar de la complexión de Silverio, por cuerpo grotesco entendemos «una figura de intercambio desregulado biológico y social». A través de imágenes primarias, desde la sangre hasta la mierda, analiza una realidad que trasciende su propia condición inmediata, consiguiendo que las formas consideradas repugnantes sean parte del discurso subyacente al mismo. En el videoclip poner una moneda en el culo no es sólo un detalle escatológico, es la metáfora de la deuda adquirida por el artista con su propia existencia.
Con respecto del lado musical es difícil comprender en qué sentido podemos aplicar el concepto del cuerpo grotesco para explicarlo. Si tenemos en cuenta que el cuerpo grotesco es un cuerpo desregulado que crea su propio sistema de comunicaciones, entonces podríamos entender que tiene una relación más que evidente con el cuerpo sin órganos deleuziano: son cuerpos que no funcionan a través de estructuras preestablecidas, sino que se configuran según sus intereses particulares en cada instante de su representación. No hay nada dado a priori, todo puede ser cambiado. En ese sentido podemos vislumbrar la dificultad de comprender por qué su música es sugestiva, incluso a un nivel musical puro, si nos resulta imposible clasificarlo de modo alguno: los géneros son juegos de órganos preestablecidos que se encajan dentro de diferentes cuerpos; el cuerpo Silverio reordena sus órganos según sus propios intereses, y no unos dados de antemano, en cada canción. Su triunfo radica en que atenta de forma directa contra cualquier idea de estabilidad, de poder reducirlo a un modelo replicable a través de una serie de pasos prefijados.
El cuerpo grotesco de Silverio es una sistematización autorenovable en cada acto de digestión, una imposibilidad científica que requiere ser interpretada a través de un constante cuestionar el método. Quedarse con que es una zafia majadería sería el camino fácil, pero también sería renunciar a la dimensión real de su belleza: una generada a través de la fealdad y la repugnancia, un sinsentido que no entiende de límites entre lo culto y lo popular, que pretende derribar los propios límites de aquello que puede representar en sí mismo. Es un carnaval permanente donde todo el mundo está invitado, pero los invitados deben dejar su racionalidad absolutista en la puerta para disfrutar cuando les llenen la cara de mierda y vísceras diluidas entre litros de drogas desconocidas para el hombre; sólo al aceptar la propia irracionalidad del acto se puede comprender su racionalidad subyacente. Sólo por grotesco podemos aceptar que es bello.
Aceptar que Salón de belleza es una rareza alquímica nacida de una serie de contradicciones imposibles es algo que está fuera de la lógica racionalista que nos imponen: si concebimos la razón como algo absoluto, el arte como la búsqueda de una verdad incontrovertible, no podremos entrar en la fiesta de infinita belleza que nos ofrece Silverio de la mano con Vigalondo y Otto Von Schirach. Aceptar que el carnaval vale más que la norma es algo que debemos aceptar desde que suspendemos la norma para abrazar el carnaval, desde que se construye más comunidad con la fiesta que con pactos.
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