Una velada de Halloween sin un cuento de terror, sería menos Halloween. Por eso hemos llamado a Andrés Abel, un más que solvente escritor de terror como nos demuestra su web homónima, para que escribiera algo para la ocasión; por ello nos ha traído la traducción de uno de sus relatos, Eat the World, publicado originalmente en inglés en Long Pig, una antología sobre canibalismo de la editorial americana Static Movement. Sin más dilación: «Comerse el mundo».
El último hombre vivo contempla la ciudad a través de la ventana de su despacho. Mientras lo hace dibuja pequeños círculos, con la punta de un dedo enorme, sobre la piedra que corona el alfiler de su corbata.
***
Cuando no tienes nada en absoluto puedes resignarte o volverte ambicioso. Él nunca se resignó. Creció rodeado de ratas hambrientas y de personas que aún lo estaban más, pero la mujer que lo había llevado en su vientre a aquellas costas siempre vio arder cierta llama en sus ojos. A ella le gustaba decir que alguien como él podía comerse el mundo. En español es una expresión que significa “triunfar” pero, en aquella época, cuando el rumor de sus tripas acallaba el de las olas que los habían empujado hasta allí, él se la tomó de una manera mucho más literal. Y no empezó por las ratas precisamente.
Su madre, carnicera de oficio, le enseñó a sacar el máximo partido de las piezas con que regresaba de sus expediciones nocturnas, pero jamás fue capaz de probar ni un solo bocado. Al final acabó suicidándose, en parte porque no lo soportaba y también como gesto de amor definitivo hacia su hijo, en un momento en el que las crecientes sospechas de sus vecinos hacían del todo imposible reabastecer la despensa.
Por supuesto él no despreció su sacrificio.
Aquello le hizo abandonar el poblado de casuchas en el que vivía, pero no su dieta, a pesar de sus evidentes efectos secundarios. Llegó a la ciudad transformado en un muchacho de proporciones desmesuradas que además había perdido hasta el último pelo del cuerpo.
Se pagó los estudios vendiendo parte de sus capturas a otros como él. Aquellos arriesgados trapicheos llegaron a permitirle vivir holgadamente, pero en ningún momento se planteó la posibilidad de abandonar su formación: quería convertirse en un hombre rico cometiendo la clase de abusos que hacen de ti una persona respetable. Y no descansó hasta conseguirlo.
Su influencia creció hasta abarcar toda la ciudad, envolviendo a sus habitantes y a aquellos que creían gobernarla como el hedor del ratón que se pudre en un rincón desconocido, y muy pronto se extendió al resto de su país adoptivo. Ahora era él quien pagaba, y otros los que cosechaban para él y sus clientes. Ya no se ensuciaba las manos. Nunca había sido tan fácil.
Entonces apareció el alienígena.
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La piedra de su corbata emite destellos verdes al reflejar los últimos rayos de sol que llegan del horizonte. Es la única cosa que ha mantenido a raya al alienígena todo este tiempo. Un maldito pedazo de su planeta, tan venenoso para él como el sarín para los humanos.
El cabrón parece uno de nosotros, pero no lo es. El fuego que despiden sus ojos no es nada metafórico. Su piel es dura como el acero. Y además puede volar.
Un enemigo a su altura.
Sin dejar de acariciar la piedra, piensa en aquellos primeros días junto a su madre, e intenta hacer una estimación del número de personas que habrán pasado por su mesa desde entonces. Un par de cientos. Puede que medio millar. Una minucia, en cualquier caso.
El alienígena ha devorado a millones.
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Ahora solo quedan ellos dos, y sabe que el alienígena, hambriento, irá a por él a pesar de la piedra. Cuando está cerca de ella su piel deja de ser dura como el acero.
Se pregunta qué sabor tendrá.
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