Deseo — la cornisa de la vida

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Blood, Milk and Sky, de White Zombie

Una cons­tan­te den­tro de to­da la obra Rob Zombie es la for­mu­la­ción más o me­nos cons­tan­te de de­ter­mi­na­das pre­gun­tas, de las cua­les la más te­ne­bro­sa de to­das qui­zás sea, ¿qué es la be­lle­za? Con es­to no ca­bría pre­gun­tar­se cua­les qué es o cua­les son las con­di­cio­nes de lo be­llo sino que, ex­clu­si­va­men­te, nos ca­bría di­lu­ci­dar que es aque­llo que de­fi­ne ne­ce­sa­ria­men­te a la be­lle­za, ¿qué es la be­lle­za co­mo un he­cho en sí?. Para con­tes­tar es­to se­rá ne­ce­sa­rio abor­dar cier­tas no­cio­nes es­té­ti­cas pe­ro, cuan­do ha­bla­mos de és­ta, es­pe­cial­men­te si es apli­ca­da en la re­la­ción en­tre se­res ra­cio­na­les (no ne­ce­sa­ria­men­te hu­ma­nos), hay una tria­da bá­si­ca que de­fi­ne bien los prin­ci­pios de la mis­ma: se­duc­ción, de­seo, y be­lle­za. Los cua­les se apli­can de for­ma ejem­plar en la can­ción que cie­rra Astro-Creep: 2000 – Songs of Love, Destruction and Other Synthetic Delusions of the Electric Head.

Su so­ni­do, com­ple­ta­men­te mo­de­ra­do pa­ra los cá­no­nes de la ban­da, de­sa­rro­lla un exu­be­ran­te fra­seo pe­sa­do de gui­ta­rras en eclo­sión que van ha­cien­do ba­rri­dos pe­rió­di­cos de so­ni­dos me­ta­li­za­dos. La voz de Zombie, par­ti­cu­lar­men­te fú­ne­bre en es­ta oca­sión, acom­pa­ña una com­po­si­ción os­cu­ra y bru­tal que só­lo rom­pe su lan­gui­dez mor­tuo­ria en los co­ros agu­dos; aun in­clu­so cuan­do se rom­pe esa no­ción de be­lle­za os­cu­ra sin­te­ti­za­da en la pro­pia for­ma de la mú­si­ca, una cier­ta con­cep­ción de lo mor­tuo­rio co­mo se­duc­ción de la muer­te —lo cual no de­ja­ría de ser un re­cor­da­to­rio de la re­la­ción exis­ten­te en­tre eros y tha­na­tos en tan­to la cer­ca­nía de la muer­te evo­ca lo sen­sual y vi­ce­ver­sa — , sea pa­ra real­zar un com­po­nen­te es­pec­tral en la com­po­si­ción. Es por ello que en és­ta se da un eterno deam­bu­lar en­tre sus com­po­nen­tes más bru­ta­les, de de­sa­rro­llo mí­ni­mo pe­ro cons­tan­te, en con­tras­te con unas vi­sio­nes co­ra­les es­pec­tro­ló­gi­cas que no traen re­mi­nis­cen­cias del pa­sa­do sino que de­fi­nen un mo­men­to es­tric­to del pre­sen­te. La res­pues­ta que nos da a la pre­gun­ta so­bre la be­lle­za la con­mu­ta a tra­vés de la for­ma de la pro­pia pre­gun­ta, sien­do a su vez una res­pues­ta do­ble: se re­tro­trae en el pre­sen­te a una con­di­ción de más allá de la vi­da y la muer­te en un sen­ti­do es­tric­ta­men­te ba­tai­lleano; la be­lle­za es lo que su­ce­de cuan­do eli­mi­na­mos cual­quier no­ción de ra­zón úl­ti­ma y nos de­ja­mos arras­trar por un je ne sais quoi ca­rac­te­ri­za­do en la se­duc­ción del de­seo. He ahí que el so­ni­do de Blood, Milk and Sky se de­fi­ne y mi­me­ti­za a tra­vés de su con­di­ción de can­to li­túr­gi­co in­ma­nen­te, es be­llo pe­ro no sa­bría­mos de­cir por qué. 

¿Cómo se da es­ta con­di­ción (es­té­ti­ca) de una mú­si­ca que es­tá más allá de la muer­te y, por ello, de la vi­da? En pri­me­ra ins­tan­cia se da a tra­vés de la se­duc­ción. A tra­vés de es­ta lo que se con­si­gue es ob­nu­bi­lar el jui­cio, hip­no­ti­zar a los deses­pe­ra­dos, pa­ra re­ver­tir la con­di­ción de la ra­zón hu­ma­na; la se­duc­ción des­po­ja al se­du­ci­do de su ra­cio­ci­nio cons­truc­tor de las for­mas pre­sen­tes del mun­do. ¿Y qué se con­si­gue con es­to? El de­seo, el cual po­dría­mos con­si­de­rar co­mo de­fi­ni­dor ab­so­lu­to ya no só­lo de la con­di­ción hu­ma­na, sino de lo que hay de ani­mal en el hom­bre. Aunque la ra­zón obli­te­ra nues­tro de­seo, lo re­pri­ma y con ello cons­tru­ye con­for­ma­cio­nes ade­cua­das de es­ta­ble­cer­se en so­cie­dad, la se­duc­ción li­be­ra al de­seo de la opre­sión que lo cons­tri­ñe den­tro de los lí­mi­tes de lo útil o lo de­sea­ble en sociedad. 

Cuando nos ve­mos se­du­ci­dos por una can­ción —o una per­so­na, o cual­quier otra con­di­ción es­té­ti­ca da­da — , co­mo la si­re­na que can­ta una can­ción so­li­ta­ria de to­dos los de­seos y las an­sias, la ra­zón se pier­de en un ma­re­magno de sen­sa­cio­nes; no hay po­si­bi­li­dad de ra­cio­na­li­zar aque­llo que nos ha se­du­ci­do por­que no evo­ca la ra­zón, aun­que pue­da lle­gar a ra­cio­na­li­zar­lo, sino que lla­ma al de­seo en sí mis­mo sin su me­dia­ción. He ahí el de­seo se­duc­tor que se evo­ca es el de­seo de amar a una bes­tia: só­lo nos se­du­ce lo muer­to —en­ten­dien­do lo muer­to co­mo una for­ma li­bre de la con­di­ción ra­cio­nal que le ha­ce cons­cien­te de la muer­te — , lo os­cu­ro e in­com­pren­si­ble que es­tá más allá de la ra­zón — lo be­llo es be­llo, lo que nos se­du­ce nos se­du­ce, por­que re­pre­sen­tan un cier­to ideal hu­mano (his­tó­ri­co) que re­sul­ta con­no­ta­ti­vo al res­pec­to de nues­tro pro­pio cri­te­rio en tan­to alu­sión a una cier­ta idea par­ti­cu­lar de lo be­llo aje­na a la ra­cio­na­li­za­ción del acontecimiento.

Ahora bien, se po­dría ob­je­tar que la atrac­ción que su­fri­mos es por lo be­llo, pues no se ama a la bes­tia por bes­tia sino por su con­di­ción in­ter­na de prín­ci­pe —o al me­nos eso nos ha in­cul­ca­do Disney—. Sin em­bar­go, to­da lo be­llo es­con­de ne­ce­sa­ria­men­te den­tro de sí pa­ra ser­lo una con­di­ción de si­nies­tra­li­dad: lo be­llo lo es en con­di­ción de que es­con­de al­go si­nies­tro y os­cu­ro tras de sí, al­go que de­li­mi­ta con aque­llo que no es hu­mano: con la su­pera­ción de la idea de la muer­te en sí; quien se ena­mo­ra del prín­ci­pe es por­que se es­con­de una bes­tia tras sus ojos. Es por ello que lo be­llo só­lo pue­de ser ob­je­to de lo si­nies­tro, de la bes­tia que de­ja to­da ra­zón a un la­do, que se­du­ce al evo­car ne­ce­sa­ria­men­te el de­seo pri­ma­rio de la su­pera­ción de la muer­te. La bes­tia es la per­so­ni­fi­ca­ción de la no­che que su­po­ne re­nun­ciar (bre­ve­men­te o pa­ra siem­pre) a la ra­zón hu­mano, de­jar de la­do un an­tro­po­cen­tris­mo que es abo­ca­do a la muer­te, pa­ra aban­do­nar­se en una exis­ten­cia que es­tá más allá de la vi­da. Sólo aquí es cuan­do la be­lle­za evo­ca una con­di­ción de su­pera­ción de la muer­te: cuan­do nos arro­ja­mos a ese de­seo con pu­ra ne­ce­si­dad, de­jan­do to­da ra­zón de la­do y ha­cién­do­nos uno con la be­lle­za, con la bes­tia, con la no­che: el agua muer­ta ya­ce via­jan­do en el úni­co a quién co­no­ce — la be­lle­za nun­ca mue­re..

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