el climax se encuentra en el retrato del muro (de pollas)

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Cuando al­go es­tá pro­fun­da­men­te arrai­ga­do en la opi­nión co­lec­ti­va has­ta el pun­to de dar­se una na­tu­ra­li­za­ción de ese he­cho se ha­ce ne­ce­sa­rio abor­dar­lo des­de to­dos los fren­tes y ni­ve­les po­si­bles. El pro­ble­ma del tra­to de la mu­jer por par­te del hom­bre, del fe­mi­nis­mo, no de­be ser só­lo co­pa­do por las ac­cio­nes de las ins­ti­tu­cio­nes, los gru­pos fe­mi­nis­tas y la cul­tu­ra ofi­cial, tam­bién es ne­ce­sa­ria una de­fen­sa en los már­ge­nes. Ante una cons­ti­tu­ción só­li­da en pre­jui­cios, es ne­ce­sa­rio tam­bién di­na­mi­tar des­de den­tro los mis­mos; abrir una fi­su­ra en el mu­ro pe­ne­tran­do en el mis­mo. Y The Taint de Drew Bolduc y Dan Nelson cum­plen es­te pa­pel ex­ce­len­te­men­te a to­dos los po­si­bles niveles.

Por cul­pa de la con­ta­mi­na­ción del agua de la ciu­dad los hom­bres se con­ta­gian de una po­ten­te dro­ga que les ha­cen te­ner un pe­ne eter­na­men­te erec­to y, ade­más, un odio cie­go con­tra las mu­je­res. En es­ta si­tua­ción el pro­ta­go­nis­ta Phil O’Ginny jun­to con su res­ca­ta­do­ra Misandra tra­ta­rán de pa­rar la lo­cu­ra que se es­tá des­atan­do por cul­pa de lo que de­fi­nen co­mo la man­cha. Y aun­que el guión no bri­lle en par­ti­cu­lar­men­te por su ge­nia­li­dad, con­tan­do la his­to­ria me­dian­te flash­backs mon­ta­dos en un or­den pe­cu­liar, la pe­lí­cu­la es­tá muy le­jos de ser un fra­ca­so. Con 6.000 do­la­res de pre­su­pues­to y una gran par­te de go­re ar­te­sa­nal nos con­ce­de una de las pe­lí­cu­las más há­bi­les y bru­ta­les que nos ha da­do el un­der­ground en los úl­ti­mos tiem­pos. Sería de­ma­sia­do fá­cil em­pa­ren­tar el tra­ba­jo de Bolduc, que se des­cu­bre ade­más co­mo un ge­nial ac­tor pro­ta­go­nis­ta, con el de John Waters pe­ro, si uno ve la pe­lí­cu­la sin pre­jui­cios, The Taint va mu­cho más allá que cual­quie­ra de las pe­lí­cu­las del pa­dre del trash.

Entre la or­gía de go­re de ba­jo pre­su­pues­to se en­cuen­tra, ade­más, la pie­za más ex­qui­si­ta del apar­ta­do téc­ni­co de la pe­lí­cu­la: su ban­da so­no­ra. Con au­tén­ti­cas cuo­tas de ge­nia­li­dad se van des­en­tra­ñan­do las 23 pie­zas que en­mar­can la pe­lí­cu­la. Compuesta por Drew Bolduc ha­cien­do un es­pe­cial hin­ca­pié en el uso de sin­te­ti­za­do­res nos da una ge­nial obra que se va mo­vien­do sin com­ple­jos en­tre lo me­jor del krau­trock de los 70’s, fuer­tes de­jes del chip­tu­ne y un es­ti­lo úni­co de elec­tro hou­se fran­cés. Y aun­que su grue­so se cir­cuns­cri­bi­ría en es­ta mis­te­rio­sa mez­cla que nos lle­va a una pis­ta de bai­le ates­ta­da de zom­bies tam­bién nos en­con­tra­mos al­gu­nos otros des­te­llos de ge­nia­li­dad. Sus te­mas or­ques­ta­dos, sin lle­gar a la ge­nia­li­dad de los kraut, si al­can­zan una muy com­pe­ten­te ma­nu­fac­tu­ra téc­ni­ca que nos re­cuer­da al post-romanticismo de Gustav Mahler. Y tam­po­co se pue­de ol­vi­dar el ge­nial te­ma glam We’ll Meet Within The Shadöws öf Löve que ar­ti­cu­la uno de los mo­men­tos más hi­la­ran­tes del film. Ya des­de su mú­si­ca con­si­gue arran­car con un gus­to es­té­ti­co ex­qui­si­to la con­di­ción de im­po­si­bi­li­dad de las mez­clas de gé­ne­ro que el hace.

Pero en su ne­ce­si­dad de rei­vin­di­car una crí­ti­ca de la vi­sión de la mu­jer por par­te del hom­bre es don­de The Taint bri­lla co­mo la ab­so­lu­ta ra­ra avis que es des­de su mis­ma con­di­ción. En es­ta pe­lí­cu­la, per­pe­tra­da por un hom­bre, el gé­ne­ro mas­cu­lino es só­lo la eter­na vic­ti­ma de su pro­pia con­di­ción de mons­truos hor­mo­na­les. Subvirtiendo los cli­chés de gé­ne­ro aquí las mu­je­res no son hor­mo­nas an­dan­tes de ac­cio­nes in­com­pren­si­bles pues son pre­ci­sa­men­te los hom­bres los que con­tro­la­dos por su con­di­ción tes­to­re­nói­ca pier­den cual­quier con­trol so­bre sus ac­tos. Los fa­los ram­pan­tes, siem­pre dis­pues­tos a la pe­ne­tra­ción, se vuel­ven afun­cio­na­les cuan­do el úni­co pro­pó­si­to del hom­bre es la me­ra sa­tis­fac­ción con el cuer­po de la mu­jer. No hay pla­cer fí­si­co, no hay si­quie­ra se­xo, hay pe­nes y men­tes co­mo pe­nes que só­lo an­sían la más bru­tal y pér­fi­da de las pe­ne­tra­cio­nes. Lejos de con­cul­car la pe­ne­tra­ción co­mo un pla­cer fí­si­co se con­vier­te en una ne­ce­si­dad co­mo des­truc­ción. Eso pro­du­ce que, en úl­ti­ma ins­tan­cia, Phil O’Ginny só­lo pue­da aca­bar con sus an­ti­guos com­pa­ñe­ros de gé­ne­ro a tra­vés de la cas­tra­ción; só­lo en la des­truc­ción de la ne­ce­si­dad pre­da­to­ria crea­da por la so­cie­dad se pue­de al­can­zar la paz.

¿Como pue­de ser es­to así? Lo es ya que, en to­dos los as­pec­tos de la pe­lí­cu­la, es una co­rrup­ción de to­dos los cons­truc­tos so­cia­les que han si­do edi­fi­ca­dos co­mo lo que de­be ser den­tro de nues­tra cul­tu­ra oc­ci­den­tal. Pero, co­mo no po­dría ser de otro mo­do, es­to se con­si­gue des­de la ri­sa des­pro­vis­ta de con­di­ción. Por eso el he­cho de que Phil O’Ginny lim­pie de sí la san­gre y la le­fa que han de­rra­ma­do so­bre él en una ban­de­ra de EEUU no es só­lo un to­que jo­co­so, es tam­bién un ro­tun­do y evi­den­te ata­que con­tra el or­den na­tu­ra­li­za­do. Los mons­truos hor­mo­na­les que des­tru­yen cuan­to hay de fe­me­nino a su pa­so, un mo­do muy mas­cu­lino de le­gi­ti­mi­za­ción de la vi­ri­li­dad, son en­tes ri­dícu­los que más que mie­do pro­du­cen ro­tun­das car­ca­ja­das. El mo­do de neu­tra­li­za­ción del dis­cur­so, de eso que to­dos he­mos asi­mi­la­do co­mo na­tu­ral, no es el apli­car la mis­ma con­di­ción de mo­do bi­di­rec­cio­nal sino la nor­ma­li­za­ción de la di­ver­gen­cia a tra­vés de la car­ca­ja­da; de la eli­mi­na­ción de to­da con­di­ción de sa­cra­li­dad im­pues­ta so­bre esos he­chos. Y ello sin eli­mi­nar ja­más su divergencia.

El gran mé­ri­to de la pe­lí­cu­la de Drew Bolduc es su con­di­ción de ar­te­fac­to te­rro­ris­ta; de obra se­mi­nal ca­paz de sub­ver­tir to­do lo que es in­vio­la­ble pa­ra la tra­di­ción oc­ci­den­tal. Muy le­jos de las pro­pues­tas que ha­cen las ac­ti­tu­des bien pen­san­tes pe­ro aun más le­jos del re­sen­ti­mien­to en bus­ca de ven­gan­za nos en­se­ña y agran­de la fi­su­ra que hay en el mu­ro (de po­llas) des­de den­tro de sí. The Taint es una pe­lí­cu­la que, des­de una es­té­ti­ca y pen­sa­mien­to ab­so­lu­ta­men­te mas­cu­lino, cen­su­ra el mo­do de com­por­ta­mien­to que se ha es­ta­ble­ci­do co­mo la na­tu­ra­le­za del hom­bre. Porque no exis­te una na­tu­ra­le­za del hom­bre, por­que el re­sen­ti­mien­to y la ven­gan­za no ca­ben en una so­cie­dad de derecho.

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