Buffy the Vampire Slayer: Hush, de Joss Whedon
Toda cultura humana se define a través de aquellos mitos que extiende determinada sociedad de forma sistemática tanto entre los adultos como entre los niños para así definir una lógica cultural común a través de la cual uniformar una enseñanza común de la vida en comunidad. Esto, que no deja de ser una obviedad para todos aquellos que han querido entender el pensamiento especular de cualquier cultura anterior a la propia, se vuelve tremendamente opaco cuando pretendemos hacer un análisis de la cultura propia; aunque sabemos reconocer el mito como el creador de toda base cultural, no somos capaces de reconocer en nosotros la mayor parte de mitos que sustentan tal base en su forma más esencial.
Cuando abordamos una serie como Buffy the Vampire Slayer, la cual tiene un estatus de clásico que le convierte por sí misma en una fuente mitológica para toda una generación, esta problemática se nos reduplica precisamente por el carácter no claramente ejemplarizante de la serie. A pesar de que Buffy Summers es una clásica protagonista mitológica, una elegida por instancias superiores que se enfrenta contra el mal en un constante viaje en el cual descubrir sus poderes —que, para más inri, van cambiando y evolucionando según va cambiando la amenaza subyacente en cada temporada o episodio, emprendiendo así en cada ocasión un viaje heróico diferente (lo cual nos lleva a su vez a la idea de considerar a Buffy no sólo una heroína, sino un devenir múltiple de heroínas) — , esta se nos presenta y, lo que es más importante, la asimilamos como una mera fuerza a través de la cual entretenernos pero no necesariamente aprender ciertas formas culturales implícitas de nuestra sociedad. ¿Hace esto más dificil, o directamente imposible, la interpretación del (sub)texto mitológico que yace en su seno? Nada más lejos de la realidad pues, en sus orígenes, toda mitología induce su valor ejemplarizante a través de un nivel subconsciente que sólo se da a través del entretenimiento mismo: aprendemos mejor a través de historias, de metáforas, que de teorías.
En tanto subconsciente sería absurdo pretender poder ver de forma evidente cada gesto mitológico determinante de nuestra cultura, pero lo que no se nos escapa es que los cuentos sí tienen una clara carga ejemplificante a través de las cuales los niños deben aprender las bases de su cultura propia. Es por ello que, aunque en términos mitológicos se excluya a los cuentos o la estructura de estos, esta no deja de ser otra forma más que nos permite dilucidar esa realidad cultural edificada a nuestro alrededor. En el caso de la serie que nos ocupa podríamos encontrar, de hecho, dos capítulos de clara inspiración en cuentos clásicos (Killed by Death en los monstruos asesinos de los hermanos Grimm en abstracto y, en el caso de Gingerbread, en Hansel y Gretel) pero sólo encontraríamos un caso donde la estructura de cuento no sirve sólo como inspiración o replica, sino que esta sirve para definir un sentido para sí mismo que resume tanto un viaje del héroe en miniatura como, a su vez, una continuidad de la cosmogonía de la serie en sí. Este episodio sería el décimo de la cuarta temporada, Hush.
Todo el episodio gira en torno a Los Caballeros, unos seres de perpetua sonrisa ataviados en trajes de acabado impecable que guardan claras reminiscencias con unos cenobitas recién salidos de su trabajo altamente remunerado en Wall Street. La actualización del monstruo ya hacia unos códigos completamente contemporáneos, el uniformado que arranca lo más íntimo de nosotros mismos (el corazón; nuestro hogar) silenciando nuestra voz en el proceso, es ya por sí mismo una caracterización paradigmática de nuestro tiempo; la amenaza del hombre contemporánea se vive en el silencio de los medios, que ve como la constante constricción que sufre por parte de unas élites económicas no tiene relevancia ni altavoz en una sociedad enmudecida por el poder. Ahora bien, si los monstruos ya nos dan una imagen preclara al respecto de que sucede en nuestra sociedad actual —ya que nuestra sociedad no ha cambiado desde aquel 14 de Diciembre de 1999 que se emitió el episodio, sólo se ha desvelado como aquello que antes sólo acontecía como una excepción— no lo haría menos la heroína, aquel personaje que se muestra central dentro de la historia porque caracteriza la lucha radical de aquellos que son capaces de quebrantar o eludir los principios de una realidad que les resulta adversa.
En el caso de Buffy todo el episodio se circunscribe, como ya hemos dicho, tanto dentro de una lógica de continuidad cosmogónica como de un micro-viaje del héroe, ambos cristalizando en la propia estructura del cuento. La continuidad que acontece dentro del episodio se da por la relación entre esta y Riley, chico con el que coquetea de una forma constante pero con el cual no se atreve a dar el paso de formalizar la relación en un plano puramente físico-romántico. Lo interesante del proceso es como nace de un sueño profético, en el cual de entrada puede besarle y, precisamente de ese beso, se encuentra con uno de Los Caballeros arrancándole el corazón —todo ello mientras suena la Danza Macabra de Camille Saint-Saëns—; el sueño como profecía se mezcla con su subconsciente, entendiendo así una de las clásicas enseñanzas de los cuentos: el sexo, en este caso el beso que lleva al sexo que es simbolizado en el penetrar el pecho para arrancar el corazón de la víctima, deshumaniza a las personas convirtiendo a la mujer en un mero cuerpo inerte, una ente abyecto, un cadáver. Esta interpretación sería plenamente válida si de hecho el capítulo acabara con Buffy despertando del fatídico sueño pero, cuando de hecho ocurre así en la realidad, cuando Los Caballeros aparecen en el mundo, los acontecimientos y su interpretación son muy diferentes.
En el momento que Buffy y Riley se besan no sólo no hay una diferencia entre ambos, no sólo él no se apodera de ella como una parte de sí en un acto de depredación física, sino que ocurren dos acontecimientos que deniegan ese acto como pernicioso: ambos descubren sus mutuos secretos y cooperando consiguen destruir a sus enemigos. El primero de los acontecimientos es cuando descubren mutuamente que ambos van en caza de estas extrañas criaturas que les han arrancado su voz que, a su vez, van en búsqueda también de sus corazones; el segundo es el momento en que él debe destruir una caja para que ella pueda gritar y así destruir a Los Caballeros, como sabía ella a priori de la lectura del cuento — lejos de la versión de los hermanos Grimm, profundamente religiosa, en el cual el sexo lleva necesariamente a una condenación, podríamos entender que de hecho el sexo entendido a través del romanticismo no tiene ninguna consecuencia de depredación, pues ella destruye a los monstruos perdonando incluso la evidente inutilidad de él —caracterizada en la ausencia de entendimiento que se da en la comunicación silenciosa que hay entre ambos pues él, en primera instancia, malinterpreta los gestos de ella. Aquí la figura femenina ya ha dejado de ser objeto exclusivo de depredación, pues tanto a los hombres como las mujeres afecta por igual, convirtiéndose a su vez en la única capaz de gritar por su condición de elegida para liberarse de las amarras sostenidas por los monstruos.
¿Es esta entonces la única interpretación posible del cuento? No, pues tampoco nos sería dificil alejarnos tanto de la idea feminista (tanto hombre como mujer son depredados) como de la idea economista (los ricos se apoderan de los bienes de los pobres) y entenderlo todo desde una pragmática exclusivamente sexual: el monstruo del silencio es el sexo enfermo, la enfermedad sexual sea cual sea esta, que llega de improviso bien sea por un ataque (Tara, la cual se salva de este porque es ayudada por otra alma bondadosa) simbolismo de la violación o bien sea por no poner la protección adecuada, como la chica que abre despreocupada la puerta cuando llaman en mitad de la noche Los Caballeros. De este modo si el arrancar el corazón es un metáfora de la enfermedad, el silencio no sería más que el puro silencio en sí, la imposibilidad de hablar en la sociedad de una enfermedad de la cual resulta vergonzosa hablar; la vergüenza, a su vez, sólo desaparece cuando se verbaliza en un grito, haciendo desaparecer de forma permanente al monstruo de la enfermedad. Las tres interpretaciones son coherentes y, por lo tanto, válidas: la función del mito se nos presenta como mediador de toda forma de interpretar el acto de lo social.
La continuidad que sostiene dentro de la propia serie es evidente, pues con esto Buffy aprende en confiar en un hombre en el cual no había confiado hasta el momento (Riley) por su terror heredado de los cuentos clásicos que le habían transmitido que el sexo —y los portadores de este, los hombres, por extensión— era algo malo. Al no sólo familiarizarse con el cuento sino, además, al vivirlo, esta asume dentro de sí una nueva forma de pensar que le permitirá tener un acercamiento sensual con respecto de Riley que no sólo se determinará dentro del sexo, sino también dentro de su condición de elegida —el beso no era sólo la capacidad de transmitir el deseo sentido hacia la otra persona, sino también la intimidad suficiente como para transmitir el hecho de ser algo más allá de lo que se muestra normalmente; el beso se caracteriza aquí como lo que no se puede decir, sino sólo hacer: la consecución de la catarsis a través de un acto de amor puro. Aun cuando el episodio-cuento nos transmite por sí mismo una serie de ideas particulares útiles para nuestra cultura (la igualdad hombre-mujer, la necesidad de lucha del oprimido a través del hacerse oír, lo beneficioso del sexo consensuado, el intento de silenciación de los pobres por parte de los ricos) la serie-cosmogonía nos transmite en su conjunto llegados este punto de su narración una idea global más fuerte (la catarsis, en este caso amorosa, como paradigma heróico del hombre) que nos demuestra como el mito funciona siempre como una medida ejemplificante que es más fácil de comprender a través de la narración, del ejemplo práctico de la metáfora, que de la teoría misma.
Esto además lo veríamos de forma evidente cuando todo el episodio y su acción se circunscribe, precisamente, en la imposibilidad de comunicarse de los personajes que provoca que toda explicaión se pierda por el camino; sólo en tanto sus acciones se determinan como tales, consiguen transmitir aquello que se desean transmitir entre sí. El caso más evidente sería, de nuevo, el de Buffy y Riley besándose ante la incapacidad de declarar mutuamente su amor, pero también sería paradigmático el caso de Xander pegando a Spike porque creía que se estaba alimentando de Cordelia la cual dudaba seriamente de que él la quisiera por alguna razón más allá del sexo; aunque intentemos explicar teóricamente un cuento, una realidad cultural dada en un sentido literal eludiendo toda metáfora, la única manera de entenderlo de forma clara es a través de la acción que metaforiza de forma evidente nuestros sentimientos. Todo lo demás, son malos cuentos.
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