Entre el deseo y su cumplimiento existe una distancia mayor que la mera acción. Aunque en el ámbito de la satisfacción personal resulta evidente, ya que desear algo y llevarlo acabo implica ser capaces de discernir incluso qué es exactamente lo que deseamos, es particularmente problemático en lo creativo; tener ideas, saber lo que se debe hacer para llevarlas a buen puerto, no nos hace automáticamente capacitados para lograrlas. Es diferente ser racional que saber hacer uso de esa racionalidad. Buenos teóricos pueden ser creadores nefastos, del mismo modo que existen buenos creadores sin dotes de crítico, porque en toda realización está implícita la necesidad de concretar algo que nace como abstracción pura. El deseo es abstracto, inconcreto, por eso llevarlo hasta lo figurado, lo concreto, tiene más que ver con la práctica y el ensayo y error que con la teoría: un mismo pensamiento son tantos como personas lo piensan.
En la era de Internet, del archivo infinito, del océano de botellas con mensaje sin playas donde arribar, hemos perdido la perspectiva histórica. En tanto lo underground y lo mainstream tienen el mismo tratamiento, el mismo espacio espacio disponible, recrear el pasado implica, necesariamente, distorsionarlo: creamos visiones totalizadoras, inconcebibles en tanto en la época jamás pudieron cruzarse de ese modo las diferentes corrientes culturales, pretendiendo que son un todo más lógico, más coherente, de lo que nunca fue. Ni los involucrados hubieran querido que lo fuera. El ejemplo más radical de esta situación se da con nuestra perspectiva de los 80’s, en boga a través de su reciente revival. Tenemos como ejemplos paradigmáticos Drive, Hotline Miami o Random Memory Access —por poner sólo tres ejemplos ya clásicos que, a pesar de abrazar la retromania, tienen una calidad indiscutible— para recrear 80’s ficticios, 80’s imposibles, que sin embargo celebramos como genuinos. Incluso cuando lo más cerca que hemos podido estar de aquel entonces fue pasando el tiempo en el colegio o en la cuna. Si es que siquiera habíamos nacido.
El problema no es la nostalgia, es sentir nostalgia por acontecimientos que ni siquiera han podido existir. Los 80’s que recreamos y reconocemos como tales son imposibles, una quimera, un juego especular con el cual componer todos nuestros prejuicios en un contexto común que pudiéramos considerar coherente; no sentimos siquiera nostalgia, es sólo mal de archivo. Podemos saber tanto de cualquier cosa que pretendemos conocer algo cuyo contexto nos ha sido saboteado.
Lo que hace Adam Wingard en The Guest es jugar al mismo juego con diferentes reglas, apostar por otro contexto al que hasta ahora se había asumido como el único: los aledaños del cine de género en vez del neo-noir de estética new wave. Camuflando un slasher de fuertes aires giallo en lo que parece una parodia del cine de acción de los 80’s, nos bombardea con una estética saturada, una banda sonora con querencia por la sombra de ojos —de Clan of Xymox a Love & Rocket pasando por Hocico o The Sisters of Mercy; los que no eran directamente góticos en el apogeo del movimiento es porque se criaron góticos escuchando a esos mismos grupos— y un guión que se zambulle sin prejuicio alguno en todos los lugares comunes del género, aunque sin por ello acabar resultando ridículo. Sin acabar resultando ridículo la mayor parte del tiempo, al menos.
El problema es el mal de archivo. En ocasiones se antoja como si Wingard sólo se interesara por el escenario, por recrear todos aquellos detalles que nos hagan aplaudir encantados por afinidad espacio-temporal por un cine y un tiempo que nunca han existido; «eh, mira, ¡ahí va otra ración gratuita de nostalgia!» —parece estar gritándonos cada pocos minutos. Eso no es problemático per sé, lo es cuando sirve para ocultar el vacío que existe en todos los demás aspectos. Cuando parece confundir el concepto «ausencia de presupuesto» con «mejor no me esfuerzo con el apartado técnico», la problemática subyacente se hace evidente. Cuando, además, comprobamos que la parodia se convierte a menudo en humor grueso o que las referencias no tienen ninguna aportación sustancial a la narrativa, sino que están ahí como guiño cómplice, queda claro lo vacío y sin sentido que es un conjunto que ya nació muerto.
Muerto, entonces, porque ni siquiera funciona como retrato o parodia del género. Quiere abarcar tanto que no alcanza nada. Como actioner es confuso, ruidoso y carece de la personalidad propia de la época; como slasher es torpe, carente de cualquier tensión dramática al relegarlo todo al thriller cogido con pinzas; como parodia (o reflejo goth) de Drive resulta risible, innecesariamente subrayado. The Guest es dos películas que pretenden ser una sola con el presupuesto de sólo la mitad de una de ellas e ideas como para hacer un corto resultón. Con suerte.
Y sin embargo, funciona. Funciona en nuestras cabezas, en la reconstrucción «y sí…» que nos hacemos de lo que supondría un auténtico slasher post-Drive de aires góticos (80’s ingleses), porque quizás The Guest sea lo más cerca que estaremos nunca de esa reivindicación de los 80’s ya no como neones y música electrónica, sino como camisetas de rejilla y música pocha. Del deseo hasta su consecución existe un abismo insondable, pero ese abismo no debería tener que ser solventado con más deseo: cuando todo el interés radica en entregar la posibilidad de un deseo para que fabulen quienes lo consumen, entonces estamos en medio de las formas propias de la sociedad espectacular. Y si algo no es el deseo auténtico, el deseo realizado, es la insatisfacción propia del espectáculo, el deseo frustrado por su propia incapacidad para concretarse.
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