En la magia a veces el truco es la ausencia de truco. Que no haya ninguna ilusión de por medio. En ocasiones, aquello que vemos, es todo lo que hay: las cosas son tal y como son a pesar de que nos cueste admitirlo. Otras veces las cosas son un poco menos sencillas. En ocasiones hay truco pero, al ser conscientes de que lo hay, el truco pasa a nuestras manos; el truco es obviar el truco, hacer como que no sabemos que lo hay. Eso sonará justo a oídos de algunos. A fin de cuentas, si deseamos ser entretenidos con las falsedades del prestidigitador, qué menos que aceptarlas sin cuestionarlas.
Todo eso también se aplica a la ficción. El problema es que donde en la magia tenemos un resultado evidente, sea bueno o malo, en la narrativa es más difícil dilucidar si algo está bien o mal hecho. Si más allá de nuestro gusto, algo funciona. No todo el mundo reacciona de la misma forma a los mismos estímulos. Y, lo que es peor, al tener muchos más condicionantes que un único truco, al tener toda una estructura lógica detrás —o siguiendo la analogía mágica, siendo una serie interrelacionadas de trucos que nos deben hacer olvidar que lo que estamos viendo no es real — , un final desafortunado o fracasar en un solo detalle puede arruinar una ejecución, por lo demás, perfecta.