El pálido fuego de la literatura es su propia (posibilidad de) existencia (I)

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Pálido Fuego: un poe­ma en cua­tro can­tos, por John Shade

Pretender sin­te­ti­zar to­da una vi­da siem­pre es un tra­ba­jo in­gra­to que tien­de a ex­plo­rar la ab­so­lu­ta na­da de la que es­tá he­cha la vi­da cuan­do in­ten­ta es­ta­ble­cer­se en tin­ta. Siempre que pre­ten­da­mos re­du­cir nues­tra exis­ten­cia a hi­tos pa­re­ce­rá que nos que­da­mos cor­tos, que aquí o allá siem­pre po­dría­mos ha­ber di­cho al­go más, que qui­zás lo de aque­llo po­dría ha­ber si­do ex­plí­ci­to o más os­cu­ro; en es­cri­bir nues­tra pro­pia vi­da por vez se­gun­da siem­pre hay ho­no­ra­bles fal­tas que de­sea­ría­mos no ha­ber co­me­ti­do. Es por ello que es­cri­bir una bio­gra­fía, más si es una auto-biografía, es co­mo vi­vir la vi­da en sí mis­ma, lo cual pro­du­ce que siem­pre es­té en trán­si­to y por tan­to siem­pre in­con­clu­sa. ¿Qué es si no una uto­pía pre­ten­der es­cri­bir la vi­da mis­ma en su completud?

Lo que John Shade, po­co an­tes de que aca­ba­ra su vi­da, es sin­te­ti­zar su vi­da en 999 ver­sos ‑aun­que se di­ce que que­dó uno per­di­do, que se­ría re­pe­ti­ción del primero- en­tre los cua­les pre­ten­de mos­trar to­do aque­llo que le ha lle­va­do a ser co­mo aho­ra es. La elec­ción es la pre­ten­sión de vi­da que le lle­va a cons­truir un im­po­si­ble, un poe­ma auto-biográfico, en el cual ex­pre­sar to­do aque­llo que es­tá más allá de su pro­pia vi­da mis­ma ca­rac­te­ri­zán­do­se no só­lo a sí mis­mo sino a to­do aque­llo que ha afec­ta­do en su vi­da; el pro­pó­si­to de Shade es cons­truir un mun­do don un mí­ni­mo co­mún de­no­mi­na­dor, bus­can­do ese efec­to que se si­túa co­mo ger­men a tra­vés del cual pue­de cre­cer au­tó­no­mo, con la ayu­da del lec­tor, pa­ra mos­trar­se co­mo la to­ta­li­dad de su vi­da en sí mis­ma. Lo que con­si­gue de és­te mo­do es sin­te­ti­zar imá­ge­nes, tro­pos y ex­tra­ñe­zas ena­je­na­das que le lle­van ha­cia un via­je cons­tan­te ha­cia nin­gu­na par­te ca­bal­gan­do en­tre en­de­ca­sí­la­bos que siem­pre pa­re­cen de­cir ya no de­ma­sia­do po­co, sino de­ma­sia­do del al­ma de un hom­bre que ha vi­vi­do co­mo pa­ra sa­ber que in­clu­so aque­llo que due­le es lo que nos ha he­cho. John Sade ca­rac­te­ri­za la es­cri­tu­ra co­mo el pá­li­do fue­go que ilu­mi­na su pro­pia vi­da al de­mos­trar­se a sí mis­mo, y no só­lo al lec­tor, que es lo que con­fi­gu­ra su vi­da en sí misma. 

Yo era la som­bra del pi­co­te­ro ase­si­na­do co­mien­za y aca­ba la obra. El no es ni si­quie­ra la vi­da, no es aquel que mues­tra to­do aque­llo que es él en sí mis­mo, sino que es la som­bra de sí mis­mo. El es­cri­tor in­ven­ta fic­cio­nes y ha­ce de su pro­pia vi­da una fic­ción, ser ase­si­na­do por el fa­laz azul de la ven­ta­na es un he­cho de fac­to por­que ese azul siem­pre ha de ser fa­laz: si es fác­ti­co lo es por­que de he­cho él exis­te más allá de la reali­dad, si es fic­ti­cio lo es por­que le re­cla­man siem­pre pa­ra los ac­tos de lo real — y des­de aden­tro me du­pli­ca­ba yo mis­mo. El es­cri­tor, John Shade, fic­cio­na­li­za su vi­da del úni­co mo­do que un es­cri­tor pue­de ha­cer­lo, a tra­vés del uso me­ta­fó­ri­co de la pa­la­bra que ha­ce que su vi­da se tor­ne li­te­ral só­lo en tan­to con­si­gue que no lo pa­rez­ca; el fra­ca­so de to­do con­tar una vi­da es in­ten­tar na­rrar­la co­mo al­go ab­so­lu­to ce­rra­do, fue­ra de to­da in­ter­pre­ta­ción: to­da vi­da es una in­ter­pre­ta­ción, to­da vi­da es un li­bro en pro­ce­so de lec­tu­ra. Es por ello que la úni­ca bio­gra­fía vá­li­da es la que se prac­ti­ca a tra­vés del poe­ma — Infinito pa­sa­do e in­fi­ni­to fu­tu­ro: por en­ci­ma de tu ca­be­za co­mo alas gi­gan­tes se cie­rran, y es­tás muer­to. Cuando se aca­ba un poe­ma, cuan­do es­tá ce­rra­do y con­clu­so de for­ma ab­so­lu­ta, ese poe­ma es­tá muer­to, pe­ro un poe­ma nun­ca se aca­ba por­que siem­pre hay una nue­va lec­tu­ra que hacerle.

La vi­da es lo que acon­te­ce en la es­cri­tu­ra mis­ma, por­que cuan­do se vi­ve se es­cri­be. Se es­cri­be la bio­gra­fía de una vi­da en los cuar­tos que ha­bi­ta­mos, en las per­so­nas que ama­mos, en los tra­ba­jos que rea­li­za­mos — el he­cho es que los tres cuar­tos, uni­dos en­ton­ces por ti, por ella y por mi, for­man aho­ra un tríp­ti­co o una pie­za en tres ac­tos don­de los he­chos re­fle­ja­dos per­ma­ne­cen pa­ra siem­pre.; na­da se es­ca­pa de la es­cri­tu­ra, flo­ta­mos en tin­ta am­nió­ti­ca que tra­za­mos en­tre los ma­te­ria­les de to­do cuan­to nos ro­dea pa­ra es­cri­bir nues­tra pro­pia his­to­ria. Y así de­be ser. No hay na­da que no de­ba ser con­ta­do, por­que to­do se cuen­ta en sus más pro­fun­das in­ti­mi­da­des en las for­mas de la me­tá­fo­ra más pu­ra, aque­lla que só­lo es el ac­to en sí que se in­ter­pre­ta co­mo un ac­to de amor o de odio, un ac­to de sa­lud o de en­fer­me­dad, un ac­to que se su­po­ne pe­ro no se sa­be con cer­te­za. Sólo por ello te­ne­mos la cer­te­za so­bre ellas. 

No es só­lo que la vi­da só­lo pue­da ser cons­trui­da en un poe­ma, es que la vi­da es un poe­ma en tan­to ne­ce­sa­ria­men­te es su pro­ce­so de de­ve­nir cons­tan­te — el tiem­po sig­ni­fi­ca su­ce­sión, y la su­ce­sión, cam­bio. Si lo úni­co que cam­bia de for­ma cons­tan­te es el poe­ma, la vi­da es ne­ce­sa­ria­men­te un poe­ma. Es por ello que es­cri­bir una bio­gra­fía co­mo un poe­ma no es una ge­nia­li­dad, es só­lo una ne­ce­si­dad pa­ra ar­ti­cu­lar un dis­cur­so au­tén­ti­co al res­pec­to de su vi­da mis­ma. Si John Shade si­guie­ra los pa­sos de los hom­bres an­te­rio­res a él se en­con­tra­ría con un al­go in­for­me que no ha­bla de su vi­da, con el pá­li­do fue­go que pro­yec­to su som­bra de par­lan­chín im­po­si­ble, sino que en­con­tra­rían con la na­da mis­ma de la te­rri­bi­li­dad — creo que en­tien­do la exis­ten­cia, o por lo me­nos una mi­nús­cu­la par­te de mi exis­ten­cia, só­lo a tra­vés de mi ar­te. Cualquier otro in­ten­to de ir más allá del mun­do en sí, de sa­lir de la es­cri­tu­ra o la vi­da, es ne­ce­sa­ria­men­te caer en la muer­te va­cía de to­do sen­ti­do que nos arras­tra ha­cia la des­truc­ción com­ple­ta de no­so­tros mis­mos, por­que só­lo po­de­mos com­pren­der la vi­da de Shade par­tien­do del he­cho de que su vi­da es en en­de­ca­si­la­bos y ca­ba­gal­mien­tos. Pretender sin­te­ti­zar to­da una vi­da siem­pre es un tra­ba­jo in­gra­to que tien­de a ex­plo­rar la ab­so­lu­ta na­da de la que es­tá he­cha la vi­da cuan­do in­ten­ta es­ta­ble­cer­se en tinta.

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