Mācina multa minax minitātur maxima mūrīs
Quinto Ennio
El egotismo, si queremos entenderlo en el sentido más estricto en el cual se circunscribiría, sería la tendencia a la búsqueda de aquello que satisfaga de un modo absoluto a uno mismo. Es por ello que más que egoísmo, esa t infame es la marca que le señala en proximidad al narcisismo: egotista no es aquel que no piensa en los demás, sino aquel que hace aplicación de una constante necesidad de alimentar su propio ego. Es la caza de felicidad sin concesiones.
A Stendhal se le suele juzgar desde las coordenadas del egotismo, de como sus personajes siempre desarrollan una búsqueda de la felicidad que les lleva a transitar por el lado más oscuro de todas las formas del poder en sociedad. También es común hablar de el como romántico, aludiendo a la función integradora de unas grandes pasiones que constantemente están llevando a sus personajes más allá de toda connotación de sobriedad que debería ser propia a cualquier individuo bien dispuesto de la sociedad del XIX; sus personajes se dejan arrastrar por grandes pasiones sólo en tanto son egotistas: si fueran prudentes o egoístas, necesitados o triunfales, no se dejarían arrastrar por unas grandes pasiones que siempre les dejan situados en una evidente posición de debilidad. El problema es que también suele afirmarse que Stendhal es un ejemplo radical del realismo en la literatura, ¿cómo puede ser realista alguien que parte de mostrarnos la psicología interna de unos personajes desquiciados por unas desgarradoras grandes pasiones que en la realidad no son, por pura lógica, así de desgarradoras? Si realista es alguien que compone discursos internos de pasiones literarias, entonces deberíamos entender que científico es aquel que escribe ciencia ficción.
Si el justamente infame Julián Sorel fuera un personaje realista, si fuera una representación fáctica de como suceden las cosas en nuestro mundo, lejos de aunar la candidez rayano lo imbécil con la ambición randiana por su futuro, nos encontraríamos con un pícaro: un oscuro personaje que escala en posiciones por su ingenio, mas no aproximándose en absoluto a las grandes pasiones. Si Sorel fuera un personaje realista, no se enamoraría de Madame de Rênal porque utilizaría su romance sólo para conseguir una ventaja a la hora de acceder al erial público que a ella es tan próximo; él es un adolescente profundamente imbécil —como todos los adolescentes, ahí sí se nos presenta como una narración realista — , que confunde las ambiciones de su alma con aquello que le es más próximo en cada momento. No hay en él ambición ni picaresca, ni siquiera un hedonismo auténtico. Todo cuanto hay de real en le petit Sorel se esfuma precisamente en su contradicción: su ego es pequeño y frágil, siempre arrastrado por la literatura.
La novela, la novela como objeto en sí mismo —entendiendo por novela todo aquello que se de en la escritura, no sólo el concepto moderno de novela — , es la auténtica protagonista y principio regidor de Rojo y negro. Todos sus personajes primarios son los quijotescos restos dementados de una caterva de imbéciles que, arrastrados por las espurias ideas de las grandes pasiones, cimientan sus vidas sobre sueños imposibles de una gloria que va más allá de la lógica presente del mundo; no hay nada de realista en la novela, porque no plasma con exactitud la realidad del siglo XIX: plasma los desquiciados delirios de aquellos que creen que se puede aprehender la realidad, que no el mundo, en las novelas.
En la realidad no hay razón de ser de las cosas, no hay una moraleja que cabe aprender después de que haya acabado una historia. Eso sólo ocurre en las novelas, en el arte. ¿Por qué dicen entonces de Rojo y negro que es una novela pionera del realismo cuando nada de real hay en él? Se confunde verosimilitud con realidad: ni la cronología, ni la geografía, ni las pasiones de los hombres hacen de una novela realista; el auténtico realismo, en un sentido fuerte, entendiendo por el mismo no sólo una mímesis real, sería algo insoportable para el lector medio: hay más realismo en una sola página del Ulises de Joyce que en toda la producción de Stendhal —lo cual no es una boutade, pues lo único estrictamente real de una novela podría ser el flujo de la conciencia de sus personajes; la vivencia estricta de la confusión, el caos y la incoherencia que le es propia a toda vida — . Y eso no significa nada por sí mismo. ¿Rojo y negro se basa en las vivencias de Stendhal? Por supuesto: como cualquier novela. Porque toda novela es imitación de lo real en algún grado, de lo que conoce y proyecta de ésta el autor en su novela, pero no por ello es real ni imita la realidad.
Creer que Rojo y negro es una novela realista y no una inteligentísima sátira capaz de reírse incluso de sí misma en su condición de parodia de Goethe —y, ¿por qué no? De las consecuencias reales que tuvo la publicación de Las cuitas del joven Werther— es quedarse en la acomodaticia condición de querer entender sólo lo que académicos incapaces de entender un texto, ya no digamos un (con)texto humorístico, nos han repetido como papagayos. Stendhal está constantemente riéndose de la política, de la narratividad, del realismo, de la novela, de los filósofos, de los novelistas, de su propio ego, de sus romances y de las descarnadas pasiones adolescentes; y del que más y mejor se ríe, es del maravilloso imbécil que es Julián Sorel. Aunque cueste de ver a priori, Rojo y negro es una maravillosa tragicomedia de tintes shakesperianos, si es que no directamente maquiavelianos, que carga tintas contra las estúpidas modas de afectación de su época, aquellas que hacían a sus jóvenes ser más novelescos que las novelas que leían —lo cual era a su vez una crítica a su propio tiempo y sociedad, los cuales estaban corruptos y carentes de rumbo hasta el punto de verse arrastrados por esa necesidad de novelizarse: el mundo del siglo XIX era tan aburrido como para necesitar creerse viviendo en una mala novela; por lo visto, el mundo no ha cambiado nada — .
Ahora bien, ¿qué es entonces Rojo y negro? Una “novela posmoderna”. Su uso de la fragmentaridad; los capítulos breves; las disquisiciones filosóficas, en ocasiones directamente expuestas y no sólo veladas en las conversaciones de algunos de los personajes —las cuales dejan entrever momentos de ingenio que recuerdan al Hume de Ciencia de la naturaleza humana, al cual Stendhal ataca sin concesiones en uno de los más descacharrantes momentos (si se es filósofo) de la novela — ; la citación constante de otros autores presentes y pasados; y la intrusión del narrador, además de los pormenores de su propia escritura, dentro del texto nos demuestran que para ser una novela realista y romántica demuestra todo aquello que hoy achacamos a las novelas contemporáneas como algo sui generis. Como si voluntad de estilo no existiera desde Quinto Ennio, por nombrar sólo alguien citado por el francés.
Reducir el genio imposible de Stendhal a una categoría tan caduca, por no decir directamente gilipollas, como el realismo es sólo útil si pretende obviar su auténtico valor: además de un gran narrador del presente, es un estilista de contundencia tal que orilla con lo absoluto. Es por eso que su novela no es realista, no puede ser real, porque transciende lo real; su voluntad es metafórica, de plasmar el mundo a través de algunos elementos que fingen la realidad para hacernos comprender lo que hay detrás del supuesto realismo del mundo: desnuda la verdad del mundo a través del arte. Reducir tal logro al nivel de algo tan insignificante como el realismo, es un insulto demasiado grave para un escritor que merecería ser aplaudido cada día de nuestros días.
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