el terror ganó cuando nos dejamos invadir por su semilla

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En to­do con­flic­to siem­pre hay, co­mo mí­ni­mo, dos vi­sio­nes del mis­mo y sus vi­sio­nes son irre­con­ci­lia­bles: ca­da uno só­lo pue­de ha­blar des­de la pers­pec­ti­va con­sen­sual de su ex­pe­rien­cia. Esto se ve am­pli­fi­ca­do de una for­ma os­ten­si­ble cuan­do el con­flic­to se re­cru­de­ce y/o afec­ta a una can­ti­dad ma­yor de in­di­vi­duos de una so­la vez, aun cuan­do pue­dan con­si­de­rar­se es­tos mis­mos una co­mu­ni­dad. El pro­ble­ma es que hoy, 11 de Septiembre, te­ne­mos que re­cor­dar que ha­ce 10 años Occidente en ge­ne­ral y Nueva York en par­ti­cu­lar su­frió el ma­yor ata­que te­rro­ris­ta de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad. ¿Como se pue­de en­ton­ces afron­tar un con­flic­to don­de las vi­sio­nes en­fren­ta­das son las de Oriente y Occidente? Un buen prin­ci­pio se­ría ha­blar de Four Lions, la sa­tí­ri­ca pie­za de hu­mor ne­gro del di­rec­tor bri­tá­ni­co Chris Morris.

Cuando cua­tro mu­sul­ma­nes de ori­gen bri­tá­ni­co de­ci­den con­ver­tir­se en te­rro­ris­tas pa­re­ce que na­da pue­de sa­lir mal, sino fue­ra por­que nin­guno tie­ne una con­vic­ción fir­me y real de mo­rir por la yihad. El ato­lon­dra­do Waj acep­ta­rá es­ta mi­sión sui­ci­da por­que es la vi­sión más adre­na­lí­ti­ca que ja­más ha­ya oí­do an­tes; Barry, un blan­co oc­ci­den­tal, ca­na­li­za su nihi­lis­mo vi­tal a tra­vés de la po­si­bi­li­dad de vo­lar en pe­da­zos al pró­ji­mo con su cuer­po; Faisal es el in­ge­nie­ro del gru­po, un au­tén­ti­co ma­go de las bom­bas, con el úni­co pro­ble­ma de que no quie­re mo­rir por lle­var una pe­ga­da en el pe­cho; o lo que es lo mis­mo, nin­guno tie­ne in­ten­ción de mo­rir. Con és­te con­tex­to pa­re­ce im­po­si­ble que nin­guno de es­tos su­je­tos con­si­gan aten­tar ni con­tra la dro­gue­ría de la es­qui­na ‑lo cual se ve am­pli­fi­ca­do por una in­ca­pa­ci­dad ab­so­lu­ta de no vo­lar por los ai­res los ob­je­ti­vos equivocados- sino fue­ra por la si­ner­gía de ac­ción que van in­du­cien­do unos so­bre otros y, so­bre­to­do, por la pre­sen­cia de Omar.

Omar es un per­fec­to pa­dre de fa­mi­lia que na­rra el cuen­to del Rey León a su hi­jo ‑aho­ra bien, en una par­ti­cu­lar ver­sión yiha­dis­ta del cuento‑, tra­ta a su mu­jer con un res­pe­to y ca­ri­ño mu­cho más pro­gre­sis­ta que el an­glo­sa­jón pro­tes­tan­te me­dio y tie­ne un tra­ba­jo res­pe­ta­ble con un com­pa­ñe­ro al­go bo­bo pe­ro en­can­ta­dor. ¿Por qué una per­so­na así ti­ra­ría una vi­da có­mo­da y agra­da­ble por la bor­da por el te­rro­ris­mo is­lá­mi­co? Porque no se tra­ta de te­rro­ris­mo, se tra­ta de los de­seos. En la te­le nos ve­mos bom­bar­dea­dos 247 por la mal­dad de los is­lá­mi­cos mien­tras de­ce­nas de mi­les de ára­bes mue­ren en gue­rras ab­sur­das en las que na­da tie­nen que ver. La con­vic­ción de Omar en fa­vor del te­rro­ris­mo no tie­ne na­da que ver con su vi­da oc­ci­den­tal, o el he­cho de que su­po­ne la ame­ri­can way of li­fe ‑que, por otra par­te, el vi­ve de un mo­do ejemplar- sino que tra­ta ex­clu­si­va­men­te del de­seo de ver li­bre a los su­yos, los ára­bes, del co­lo­nia­lis­mo oc­ci­den­tal. El sa­be que el ára­be me­dio es una per­so­na nor­mal, co­mo cual­quier otro oc­ci­den­tal, y por eso de­sea re­pre­sa­liar a Occidente con los mis­mos mé­to­dos que les acu­san una y otra vez de utilizar.

Porque la gue­rra con­tra el te­rro­ris­mo no es una gue­rra, son las úl­ti­mas con­se­cuen­cias co­no­ci­das del co­lo­nia­lis­mo. El orien­ta­lis­mo que se es­ti­la des­de Europa nos ha­ce ver Oriente co­mo un lu­gar ex­tra­ño don­de un cul­to mons­truo­so, el Islam, es­tá en la Tierra pa­ra des­truir cuan­to ha­bi­ta en ella. Pero en Oriente no es me­jor, a tra­vés de un oc­ci­den­ta­lis­mo fe­roz dan la idea de que to­do cuan­to hay en Oriente exis­te con el úni­co pro­pó­si­to de co­rrom­per el mo­do de vi­da is­lá­mi­co. ¿Cual es la gue­rra en­ton­ces? Negarse a en­ten­der al otro; ne­gar­se a acep­tar que dos cul­tu­ras di­fe­ren­tes pue­den vi­vir en ar­mo­nía si, en vez de per­se­guir a la co­mu­ni­dad en­te­ra, se per­si­gue só­lo a los ex­tre­mis­tas que quie­ren per­tur­bar la paz.

La in­to­le­ran­cia ha­cia el otro, ha­cia la co­mu­ni­dad del que me ha da­ña­do, pro­du­ce que nos en­zar­ce­mos en in­tes­ti­nas gue­rras se­cre­tas en las cua­les Goliath es­tá in­ten­tan­do des­truir a David por­que uno de sus cam­pe­si­nos le ro­bó un par de ca­bras. Por eso Omar in­ten­ta coor­di­nar un ata­que te­rro­ris­ta con un en­tu­sias­mo im­pro­pio pa­ra al­guien que es, esen­cial­men­te, oc­ci­den­tal: por­que no se le juz­ga por co­mo es ni lo que ha­ce, sino por su con­di­ción de na­ci­mien­to; un ára­be es un ára­be y, por tan­to, enemi­go aun­que sea oc­ci­den­tal. Porque ese es el pe­li­gro de la in­to­le­ran­cia que pro­du­ce el co­lo­nia­lis­mo, sea del la­do de la fron­te­ra que és­te sea, siem­pre ha­ce cul­pa­ble al ino­cen­te has­ta no de­jar­le más sa­li­da que vi­rar ha­cia su de­seo de ven­gan­za. Por eso el 11S fue un día tris­te pe­ro EEUU eli­gió ac­tuar de la peor ma­ne­ra po­si­ble, con la más tris­te y atroz de las prue­bas de la vic­to­ria de la in­to­le­ran­cia: ata­can­do no só­lo a los te­rro­ris­tas, sino a to­dos los ára­bes que, a par­tir de en­ton­ces, no co­no­ce­rán ya ja­más la paz en Occidente. La res­pues­ta a la gue­rra del te­rror es apren­der a res­pe­tar a las víc­ti­mas de am­bos ban­dos del conflicto.

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