Cuestión de pelotas, de Rawson Marshall Thurber
Aun cuando se nos repite de una forma taxativa que para conseguir algo sólo tenemos que desearlo, siendo ya una constante indisociable de la voluntariosa destrucción de cualquier clase de sentido último del pensamiento humano que supone la auto-ayuda, la realidad es que el deseo por sí mismo es sólo una fuerza activa que no nos permite conseguir nada; el deseo sólo implica nuestras necesidades vitales, no los medios para obtenerlas. Es por ello que aunque se nos bombardee de forma constante con que el problema que tenemos es que de hecho nuestra voluntad no es lo suficientemente fuerte, no deseamos con el fervor necesario, no tenemos una fe ciega en las expectativas del capitalismo que deposita él en nosotros ‑pues a eso se reduce en último término si es todo una cuestión de deseo: el capital no oye nuestros deseos porque nosotros no le adoramos como el nos adora a nosotros (y, por extensión, no cumple nuestros deseos)-, sería una idiotez creer que por la mera voluntad podemos conseguir aquello que edificamos como necesario. La única manera de conseguir las cosas no es cruzarse de brazos y esperar ver que se consigue, sino precisamente ponerse en marcha y luchar por ello.
En éste sentido podríamos decir que Ben Stiller es ya en sí mismo un ejemplo de la victoria del trabajo por encima de la voluntad, pues en su constante trabajar y su selección (casi) perfecta de guiones ha conseguido conquistar lo más alto de la comedia fílmica; en éste sentido podríamos decir que White Goodman es ya en sí mismo un ejemplo de la victoria del trabajo por encima de la voluntad, pues en su constante trabajar y su selección (casi) perfecta de métodos para perder peso ha conseguido conquistar lo más alto del entrenamiento personal. Ahora bien, donde el actor cimienta toda su obra en resaltar como sólo un trabajo incontestable y constante por alcanzar una perfección imposible, pero que rasca con sus dedos de forma constante para llevarse con él parte de esta, es el método para conseguir los sueños, su personaje, en tanto malo de opereta del capitalismo de auto-ayuda, es precisamente la antítesis de ello: para él sólo es posible la voluntad; ¿estás gordo? Es tu culpa por comer tanto, so foca, ¿eres pobre? Normal, porque no te da la gana montar un negocio con el que salir del agujero, ¿no follas nunca? Es tu problema, no sabes venderte. Su presencia en toda la película es el subrayado constante de ese ser abyecto pre-cocinado en la dieta Coca-Cola del pensamiento que cree que el triunfo último del capitalismo es hacer que todo sueño sea posible sólo con desearlo con la voluntad suficiente.
¿Cual es el problema de esta postura? Que reduce toda forma existencial a la voluntad que pongas en los hechos particulares pero no sólo eso, también condiciona a que todo deseo de la voluntad deba ser cumplido ipso facto y sin condiciones para poder considerarse afortunado. Es por eso que cuando Goodman recrimina a Peter La Fleur su escasa ambición, que ni se moleste en cobrarle a los socios de su gimnasio y que, en general, tenga tan pocas pelotas que sea incapaz de encarar su vida está cimentando una idea radical al respecto del modus vivendi esencial a seguir: el deseo no es sólo cuestión de voluntad, si posees voluntad su deseo necesariamente debe radicarse cada vez más hacia su extremo. Es por ello que Goodman se enferma ante la escasa ambición de La Fleur, que vive felizmente animando a todos a su alrededor y guiándoles no para que consigan aquellos deseos que la sociedad les impone en el bombardeo constante de anuncios y promociones, sino aquellos que desean de verdad; la diferencia radical entre ambos personajes es que mientras uno rige toda su existencia a través de una idea del deseo como represión necesaria acontecida por motivos externos el otro asume el deseo como una condición existencial que debe emanar de forma natural desde el interior de cada individuo: el capitalismo publicitario como paradigma cara a cara contra una idea saludable de humanidad.
Por supuesto este combate sólo puede concederse en toda su magnificencia en un terreno vedado a cualquier concepción de la competición mercantilista para pasar a un mundo más cercano al de los sueños: un torneo de balón prisionero. Bajo éste paradigma de imbecilidad, de absurdo imposible pero que alimenta nuestra creencia en la vana posibilidad del acontecimiento, el combate se recrudece llevando todo hasta el último paso posible dentro de éste combate: el equipo de Goodman es un grupo de psicóticos músculos hipertrofiados mientras el equipo de La Fleur consiste en los voluntariosos miembros de su gimnasio, más cerca de la posibilidad de esperar que se cumpla un milagro que de hecho la posibilidad de victoria real en si. Pero he ahí lo interesante, donde el equipo de Goodman triunfa meramente por su capacidad innata ‑casi como un subtexto randyano- el equipo de La Fleur triunfa por su trabajo metódico y entrenamiento agotador; no hay deseo de conseguirlo, hay trabajo para conquistar el deseo.
Si el duelo final es entre un La Fleur zen y un Goodman pavoneándose de su sencilla victoria, es precisamente por la condición de factibilidad que estos han originado. Donde el capitalista Goodman va asumiendo todo deseo que se muestra ante él como propio, lucrándose de una idea de innatismo y superioridad que se da precisamente en él si lo deseas, será tuyo el zen La Fleur se vacía de todo aquello que le es accesorio ‑los deseos estancados, la reflexión innecesaria, la vista distorsionadora- hasta alcanzar un estado de armonía tal que el deseo de vida se convierte en el camino mismo; lo que guía su mano no es la intención de derrotar a su rival, como de hecho sí es para Goodman, es exclusivamente hacer de su vida un fluir natural hacia su propia condición esencial: está arraigado de una forma tan profunda la necesidad de conseguir el dinero para salvar su gimnasio dentro de él que se convierte en su propio devenir vital con necesidad. Él es un ser iluminado en cierto sentido precisamente en su vaciamiento de todo deseo, salvo en el deseo de sí que es su deseo de vida en sí mismo. Lo único que desea es vivir, vivir como lo que es él sin injerencias externas del mundo, y eso incluye también poder salvar su gimnasio porque es en él donde se ha edificado toda su existencia.
Liberado del deseo espurio, La Fleur sabe quién es él en sí mismo y por eso puede caminar a ciegas por el mundo sin equivocarse jamás en su destino. Pero necesita caminar el camino, pues no caminarlo es el error de aquel que ha denegado todo aquello que es el buda: buscar la armonía perfecta con el mundo a través de encontrar la armonía con sí mismo.
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