El cine es uno de los medios que más y peor ha mal interpretado que significa la posmodernidad; ha hecho del mercadeo desvergonzado un mar fértil para la patente de corso. Con las secuelas perpetradas por mercenarios con mejores intenciones que luces y remakes fusilados por auténticos tarugos capaces de afirmar que odian el género que trabajan el cine comercial, especialmente el de terror, ve tambalear su interés. Y he ahí donde radica la premisa de Scream 4 del incombustible Wes Craven.
El regreso de Sidney Prescott a Woodsboro le propiciará el enfrentarse contra un nuevo Ghostface que aterrorizará a la ciudad en general y a su prima pequeña, Jill, en particular. Pero en la era de Internet todo ha cambiado demasiado como para que una nueva generación siga asesinando del mismo modo que lo harían los slashers de antaño. Antes el slasher era la representación del miedo juvenil hacia lo que viene de fuera hacia dentro, la esfera privada, representada de forma particular en las primeras relaciones sexuales pero ahora el miedo es justo el contrario, se teme lo que va desde dentro hacia fuera; tememos (inconscientemente) todo aquello que nos expone públicamente. En nuestro desnudamiento público nos integramos en facebook, twitter o, ¿por qué no?, un blog a través del cual enarbolamos una máscara sin caer en la cuenta que nuestra máscara somos nosotros. Como un reboot sin reboot las dos generaciones acaban luchando enardecidamente pues lo que en los 80’s era cuestión de supervivencia en los 00’s, en la era de la sobreexposición mediática, es puro exhibicionismo.
Las muertes son cruentas, los guiños a los fans ‑tanto de la saga como del cine de terror- son continuados y la actualización de la esencia del slasher es llevada hasta sus últimas consecuencias, ¿acaso se podía pedir más a la vuelta de Ghostface? Y mientras él nos mira desde el puesto privilegiada del panóptico del streaming que todo lo ve; que todo lo desnuda. El hoy nunca fue imaginable desde el ayer.
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