The Street Fighter, de Shigehiro Ozawa
El problema consustancial de la violencia, aquella problemática implícita que siempre le acompaña de forma constante, es el suceso mismo de la imposibilidad de que el acto violento sea un mensaje en sí mismo: para transmitir un mensaje a través de la violencia, se hace necesario literalizarlo a través de alguna unidad discursiva que lo presente. Tanto es así que necesariamente se nos presenta de forma constante la idea de que una revolución violenta es un fracaso ‑idea perniciosa determinada, precisamente, para evitar cualquier clase de revuelta en tanto todo acto político es violento per sé- debido precisamente a la imposibilidad de comunicar nada con el acto violento en sí. Sin embargo, si siguiéramos los postulados de Walter Benjamin, deberíamos entender que la violencia ya tiene una unidad discursiva presente en su propia actividad, que sería no tanto el de la intencionalidad como el de la producción de actos que de esta se sigue; la violencia no es que necesite de una aplicación discursiva para ser comprendida, es que sus efectos ya son una implicación necesaria de su discurso.
Sostenido bajo este paradigma, el acto violento no es sino el acto que representa una interpretación ética, moral o política al respecto de los acontecimientos que propicia el ejecutor de la hostia que deviene en tal acto. Bajo esta interpretación, del acto como pura representación del hecho político y no la ejecución discursiva del mismo ‑aunque, en último término, no son excluyentes sino en cualquier caso complementarias‑, podríamos dilucidar sin problemas que la hostia es una implicación discursiva en sí misma en tanto el acto es una disrupción de un sentido cualquiera llevándolo hacia un sinsentido donde la idea se materializa en forma tangible: cuando se propicia una hostia, se está imponiendo o bien una construcción de ideales (violencia mítica) o bien una destrucción de ideales (violencia divina) a través del acto en sí mismo como discurso vinculante. La violencia no está vacía de discurso, sino que crea en sí misma las condiciones necesarias de la materialidad de un discurso a interpretar.
La interpretación de la violencia no es entonces de un recurso que deslegitima el uso del discurso o que está supeditado a éste, sino que necesariamente crea sus condiciones fáctico-ddiscursivas a través de las cuales produce una verdad dada. Así, cuando la policía usa la violencia para reprimir a la población está haciendo uso de una violencia mítica que legitima el discurso de la violencia estatal: manifestar está mal, por eso os pegamos. Pero del mismo modo podríamos entender que el personaje de Sonny Chiba en The Street Fighter, muy lejos de ser un hombre de pasión comunicativa, aplica toda su visión del mundo a través de la hostia seca que derriba al enemigo. Es por ello que no podremos entenderlo en ningún caso como una aplicación de una fuerza coercitiva basada en la imposición de un discurso dado específico, pues para ello tendría que tener un a ideología cualesquiera más allá de la violencia en sí que no existe ‑o, si existe, es tan vago como que tiene que ser mejor que los demás, tiene que sobrevivir‑, sino que precisamente es la negación de toda forma discursiva o impositiva más allá de su existencia en sí misma. El papel de Sonny Chiba a lo largo de la película no es de ente tiránico o revolucionario, ya que es meramente una fuerza violenta más allá de todo sentido que se reconoce en la negatividad que impone no en la derrota del otro, sino en su propia no-muerte, su seguir vivo/liberado.
Lo que efectúa Sonny Chiba es un uso efectivo de la violencia divina, una clase de violencia sin sentido ni razón específica más allá del uso desmedida que destruye todo cuanto se opone a su misma existencia; Chiba es la personificación de la violencia divina. Como una personificación humana de la diosa Kali, Chiba se impone como la fuerza huracanada que destruye todo cuanto se opone a sus deseos matando de forma inmisericorde a todo aquel que desobedece sus principios con una ira ciega que va más allá de la muerte propia o ajena. La violencia divina, la violencia que sólo impone destrucción, no es en ningún caso una violencia que sólo se articule a través de la destrucción, sino que a través de esa destrucción impone una nueva creación de valores posibles a través del erial que deja tras de sí. Cuando Chiba asesina de forma inmisericorde a aquellos que van detrás suyo para capturarlo y/o matarlo, no estamos en ningún caso ante un uso impositivo de la violencia ya que acontece con la intencionalidad evidente de destruir al otro para producir una liberación particular de los afectos que le intentan ser impuestos por un otro ‑en éste caso, la derrota y/o la muerte.
Lo curioso de éste uso particular de la violencia no es sólo que nos permite ver un uso en términos de construcción o destrucción del sentido, sino que también nos permite hacer un juicio supra-moral al respecto del acto. Sabemos que los actos de Chiba son egoístas, cuando no directamente malvados ‑el asesinato o la prostitución forzosa difícilmente pueden verse de otro modo‑, pero por alguna razón sentimos una empatía sin sentido con su personaje. Esa empatía se produce precisamente porque su forma de violencia, primitiva y ciega, no es la violencia que se impone para oprimir a los demás sino que necesariamente es la violencia que acontece exclusivamente para liberarse de los yugos que se pretenden impuestos con respecto de los otros: la violencia divina es siempre revolucionario aun cuando, como en el caso de Chiba en The Street Fighter, sólo sirva para liberarse a sí mismo de las cadenas impuestas por los demás.
Pero a su vez, es esta violencia divina la que se impregna a cada minuto del metraje a diferencia de la violencia mítica que es común ver en las películas. En casi cualquier otra película, imposición en el montaje de una violencia mítica implica precisamente la necesidad de narrar que ocurre, aun cuando implícitamente, más allá de la violencia para justificar precisamente como se ha llegado hasta ese uso cohercitivo de la violencia ‑o, para ser más exactos, se nos explica discursivamente por qué se usa la violencia-; en el caso de The Street Fighter todo uso de la violencia es divino porque no hay una justificación del uso de la violencia, sino que toda violencia es por y para sí misma en su propio acontecimiento. Mientras la violencia mítica del montaje sirve para que las películas subordinen los actos de violencia dentro de una estructura narrativa común, que la violencia sea explicación de ciertos acontecimientos comunicativos y nada más, la violencia divina en el montaje sirve para que las películas expliciten a través del uso mismo de la violencia los actos discursivos de sus personajes. En The Street Fighter nada sobra porque todo aquello que no esté mediado por la hostia contundente, por la cabeza estallando en sangre y el miembro extirpado por fuerza bruta, es obliterado de su metraje como sobrante excusa más allá del acontecimiento de la hostia en sí misma.
Nada hay en éste torbellino de ultraviolencia desmedida que no sea el más estricto y necesario puñetazo que nos noquea en el suelo para imponer su propia ley performativa. Y es por ello que no hace falta que nos justifiquen el por qué Chiba es bueno o malo, o por qué debería parecernos uno u otra cosa, porque, aunque sus actos sean malos per sé, en el sentido en que están ejecutados le dotan de un significado extra-moral; la violencia representada no es impositiva, no es aquella que intenta imponer una ley, sino que es aquella que destruye las cadenas para así poder establecerse en su propia ley. La violencia de Chiba es una violencia revolucionaria, una violencia divina en todos sus ámbitos de significación, que significa por sí misma la razón específica por la que respetamos e incluso sentimos una empatía absurda por un asesino psicótico. Porque de hecho él es libre, y no sigue más ley que la de su propia violencia convertida en erradicación de toda ley impuesta sobre él.
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