The Little Shop of Horrors, de Frank Oz
Aunque los ideales sólo se muestran operativos cuando el hambre no apremia, no es menos cierto que el mayor error de un hombre siempre será abandonar sus sueños en favor de poder avanzar en una escalada social que monetarice su existencia. A nadie se le regalan sus sueños, porque todo sueño requiere un esfuerzo para ser materializado. Es por ello que escudarse en la incapacidad, en la ausencia de tiempo, en la necesidad excesiva que requiere un trabajo que impide cualquier posibilidad de hacer algo que nos acerque más hacia aquello que realmente queremos, es sólo un modo más de excusarse ante uno mismo para no admitir que estamos absolutamente fagocitados por un sistema que sólo quiere nuestra sangre para engrasar su sistema; la existencia auténtica es aquella en la cual lo que realmente deseamos es siempre puesto por delante del tiempo de trabajo. Sólo si aceptamos esta premisa podremos tener una vida plena, una vida que merezca ser vivida, sin haber estado en todo momento atado a los intereses externos de aquellos que quieren hacer de nosotros un medio y no un fin en sí mismo.
Partiendo de esta premisa podríamos entender las motivaciones de todos los personajes de The Little Shop of Horrors, pues ninguno parece querer arrogarse en la búsqueda de sus propios sueños más allá de la posibilidad de la monetarización de sus acciones. Desde el interés de Mushnik que se dirige hacia el conseguir la mayor cantidad de dinero posible de su negocio, sin importar como podría conseguirlo —incurriendo de facto en la ilegalidad — , hasta el de Audrey II que sólo basa su existencia en la manipulación de cuantos le rodean para poder seguir creciendo ad infinitum. En este caso el ejemplo paradigmático sería el de la explosiva Audrey, una chica muy 60’s que lo único que quiere es tener una bonita casa con una tele enorme y un bonito jardín donde poder pasar el resto de su vida cuidando de su marido y sus hijos; como esta realidad le es completamente inaprensible a través del hombre al que ama, se ve en una tesitura delicada: o vive en la miseria con el hombre que desea o vive lo que cree desear con un hombre miserable. Obviamente, elige la opción equivocada.
Lo interesante es que a partir de la relación con Audrey podemos conocer a través de sus amantes la cara opuesta de la moneda. Tanto Orin Scrivello, cuyo deseo vital es perpetrar el mayor dolor posible a las personas y por lo cual se hizo dentista, como Seymour Krelborn, cuyo deseo vital es dedicarse en cuerpo y alma hacia aquello que ama de verdad: la botánica, se nos perfilan como la antítesis de su objeto de interés. Donde ella se define por su materialismo capitalista, ellos se definen por un idealismo soñador.
Ahora bien, la aparición más de veinte años después de su estreno original de una edición en bluray con el montaje del director en el cual se nos enseña el auténtico final pergeñado para la película nos demuestra que la película demuestra en la condición de sus personajes un carácter profético al respecto de su propio destino. Los productores/Audrey forzaron al director/Seymour a plegarse a los intereses comerciales, cambiando así un cínico y nihilista final por una conclusión blanda de sueños cumplidos; donde Frank Oz sólo veía la única salida posible de la corrupción humana, de como incluso los deseos de los soñadores se marchitan por la ambición ciega de aquellos que han venido al mundo para trabajar hasta su propia muerte.
Es así que cuando Audrey convence a Krelborn para que éste se deje agasajar por los medios, incluso cuando éste sabe que eso es venderse para algo que realmente no desea, está en la misma situación que Frank Oz: ¿cómo decirle que no a aquel que contiene la posibilidad de nuestro deseo, incluso cuando sabemos que está equivocado? El idílico final en el cual después de descubrir los maquiavélicos planes de Audrey II consigue solventar los problemas el bueno de Krelborn parece, de nuevo, una proyección de la realidad: después de encontrarse cara a cara con la imposibilidad del amor, de haber sido traicionado por ésta, acepta un amor idílico donde el dinero fluye de forma adecuada para que toda su vida gire entorno a la idea de producción de capital. Al menos hasta que pasen algo más de veinte años y, una vez con los hijos a su vez trabajando en otra cosa, descubra que hubiera preferido morir aplastado por las ruinas provocadas por Audrey II que situarse en el idílico patio de recreo del capital que es Audrey; no existe diferencia alguna entre ellas, porque ambas son capaces de traicionar su amor por conseguir lo que desean. Que la escala de una sea menor que la de otra, que donde una quiere una casa con jardín la otra quiere el planeta, es meramente circunstancial.
La diferencia es que cuando gana Audrey II, si acepta libremente el enfrentamiento contra ella y su derrota, entonces no está haciéndole el juego al poder: el final original era una rica parodia de las formas propias que desarrolla el capitalismo para su extensión. El trabajo alimentándose de la sangre y la vida de los inocentes, pero también de los deseos creados por él mismo (en forma de planta carnívora). ¿Cómo es posible el amor auténtico en un mundo donde los hombres son medios y no fines en sí mismos, donde prima el trabajo sobre los deseos? Eso es lo que se le silenció a Frank Oz durante más de veinte años, y sólo ahora se le permite cuestionarlo. Audrey II se cree ya absolutamente triunfante, permitiendo así filtrarse de nuevo el discurso de la autenticidad, olvidando que mientras quede un sólo hombre capaz de esperar media vida para tener una oportunidad de lanzar su mensaje jamás habrá conseguido ganar.
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