La bruja: Un estudio de las supersticiones en la edad media, de Jules Michelet
Aunque se suele achacar a la posmodernidad la idea del todo vale, del hecho de la violación de todo aquello que se creía prefijado en una estricta conformación teórica ya cerrada en sí misma, la realidad es que la utópica idea de la cerrazón de las disciplinas siempre ha estado muy lejos de ser una imagen real. Desde los filósofos que han cultivado constantemente el diálogo, cuando no directamente la novela, hasta los novelistas que han expresado sus tesis sociopolíticas y filosóficas como base de sus obras culturales, la separación entre los diferentes niveles de la cultura se ha mostrado siempre como un ejercicio de dudosa praxis a lo largo de la historia —porque de hecho resulta absurdo hacer una clasificación entre diferentes niveles de cultura, pues éstos siempre consistirán nada más que en ejercicios de división espuria — . La pretensión positivista de separación efectiva entre los diferentes ámbitos de la cultura resulta un ejercicio de improductivo interés.
El caso de Jules Michelet, un importante historiador francés del siglo XIX, sería paradigmático en la demostración de lo inoperante de la separación entre géneros: todo en su obra fluye entre un cuidado esplendoroso por el estilo, un amor infinito por las fuentes y la búsqueda incesante de una tesis escondida tras todo aquello que sostiene; para él no hay historia si no es partiendo de la idea de que la historia (history) es siempre contar una historia (story). En este sentido lo que nos propone Michelet, como cualquier buen historiador, es un metarelato que aúne bajo una perspectiva coherente todos los hechos ocurridos a lo largo de una época específica a través de la narración de un relato sostenido a partir de la concatenación de una serie de datos objetivos. Nada nuevo. Salvo por el hecho que donde el común de los historiadores se presta simplemente a la reconstrucción minuciosa del pasado a través de lo que le susurran los archivos, Michelet se arroga en reconstruir también las suposiciones que en esas historias se sostienen; deja la objetividad en la mesilla de noche para adentrarse en las delicadas lindes de la suposición.
Michelet apuesta en La bruja por una historia que renuncia a toda convención historiográfica, a toda pretensión de mostrarse como una realidad objetiva y lejos de realizar juicios de valor, arrojándose en medio del campo de batalla: insulta a otros historiadores, pone en duda fuentes documentales, ficcionaliza todo aquello donde sólo haya oscuridad o donde pueda no quedar clara su tesis y concede verosimilitud a las creencias místicas. Si bien Michelet es un historiador, es el historiador menos ortodoxo conocido.
¿Significa ésto que Michelet fracase en su pretensión de historizar lo acontecido al respecto de la bruja en el mundo occidental? En absoluto. En tanto no duda ni por un segundo usar cualquier herramienta a su alcance, es fácil seguir hacia donde quiere llevarnos: nos arrastra por la historia de las derrotadas, de las brujas, asumiendo su posición e intentando que veamos el mundo a través de sus ojos. Aunque ésto parezca un ejercicio de un escritor más que de un historiador, porque de hecho lo es, en Michelet alcanza la sorpresiva función de ser clarificador de todo aquello que hubiera necesitado tediosas explicaciones al respecto del pensamiento que se nos ahorran desde que nos vemos situados en medio del pensamiento; en tanto noveliza la vida de la(s) bruja(s), en tanto nos hace ver su historia desde su óptica misma, nos resulta sencillo identificar la posición que ésta(s) sostienen al respecto del mundo. No es una historia objetiva porque no hay posibilidad de conocer la historia en un sentido objetivo, por ello Michelet asume la posición más natural para conocer la historia: el punto de vista de aquellos que se estudian.
En éste sentido Michelet convierte su obra en algo más próximo a la idiosincrasia de una novela que de un tratado erudito: nos narra una historia, tiene pretensión de estilo, existe un personaje principal a través del cual se nos narra la historia. El primero de los casos se hace evidente cuando éste nos cuenta toda la historia de las brujas siempre partiendo de casos particulares, algunos de ellos inventados, para que así podamos ver el mundo a través de aquellas que intenta comprender. El estilo, también evidente, se nos presenta por la pretensión de buen gusto que desata de forma catártica Michelet: cada palabra parece elegida tanto por su capacidad de evocación específica como por su fundamentación poética —lo cual, además, nos subrayan indirectamente algunas notas de traducción: todos los cambios que hay entre versiones siempre embellecen una frase anterior peor pulida, más adusta, menos contundente — . ¿Y cómo obviar al personaje principal de la obra, La Bruja, el ente abstracto que se nos presenta como la auténtica protagonista que sólo se nos muestra a través de personificarse en todas aquellas mujeres que, con el paso de los siglos, van personificando sus diferentes formas?
Ahora bien, si hemos admitido que Jules Michelet además de escribir un gran tratado histórico también arguye una genial novela, sería injusto obviar el hecho de que también acaba sosteniendo para sí un interesante tratado de filosofía. ¿Por qué filosofía? Porque a través del papel de La Bruja, esa protagonista en luminosas sombras, se nos muestra una tesis que el francés desarrolla a través de la historia que nos va narrando. La bruja es lo femenino, lo ctónico, lo oculto, aquello que nos es imposible de conocer porque es propio de una sensibilidad específica. Todas las brujas que nos presenta Michelet son personajes trágicos, oscuros, abandonados en un mundo que les resulta hostil donde sólo la naturaleza parece responder ante sus deseos; donde el mundo de los hombres les resultaba hostil, una trampa donde morir entre humillaciones —aun cuando fuera una trampa también para los hombres mismos, los cuales además no tenían lugar donde escapar: para éstos, la naturaleza era tan hostil como el mundo — , en la naturaleza eran las reinas soberanas que doblegaban la voluntad de todos. La bruja, la curandera, la chismosa: la reina de la naturaleza.
Es por ello que Michelet reivindica el papel de la bruja como aquella que sirvió de cabeza de turco, de la mujer como víctima de la necesidad de los poderosos (de ambos géneros) de reafirmarse como dominantes, pero también como aquella que abrió la puerta al conocimiento positivo: las brujas conocían la naturaleza, fueron médicos antes que los médicos, pero sin embargo hoy nadie las reconoce. Es por eso que él las recuerda del único modo que es posible recordar a aquel que se le profesa un amor insólito, aquel nacido del profundo respeto hacia los olvidados: contando su historia como el escritor que parte de la idea del filósofo. Porque la historia de los vencidos está siempre por contar, y los poderosos han encontrado en la separación positivista una nueva mordaza para conseguirlo.
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