And the blood drains down like devil’s rain
We’ll bathe tonight
Misfits
El terror no es algo que permanezca constante en la historia pues, aun cuando nos gustaría pensar que algo como el terror permanece inalterable y permanente desde el principio de los tiempos como una herencia sufrida por todo hombre, las condiciones fenoménicas del mismo varían: no tememos igual nosotros que nuestros padres, ya no digamos que la gente de otros siglos. Aun con todo es evidente que existen ciertas condiciones comunes en el terror —el miedo como angustia es siempre el mismo, no varía: el miedo que se funda en el terror a la muerte está siempre presente — , hay ciertas condiciones que se replican en el tiempo. Aunque los fenómenos que nos provocan el terror cambian de forma flagrante a lo largo de la historia, hay algo en éstos que conecta con algo profundo en nuestro interior que provoca que algunas de las cosas que atemorizaban a nuestros antepasados sigan produciéndonos terror a nosotros; las condiciones específicas del fenómeno (del terror) cambian, pero los fenómenos en sí siguen siendo más o menos los mismos. Tememos a la misma cosa, pero con otras formas y por otras razones.
No hay nada en el terror que no sea puramente temporal. Partiendo de esta idea podría entenderse porque hay un cambio radical desde Evil Dead de Sam Raimi y el remake que de ésta ha realizado Fede Alvarez: donde el primero abre un nuevo camino, el segundo (de)construye una nueva posibilidad del camino a través del cual emprender la marcha que inició remotamente su antecesor.
En la película original nos encontramos un ejercicio desquiciado de terror sin precedentes hasta el momento: el estilo, la violencia y lo inquietante de su propuesta no era absolutamente desconocido, pero hasta el momento se había presentado siempre como dos formas bien separadas del género; o representación de violencia gore o atmósfera de terror, pero nunca ambos aspectos aunados bajo una misma bandera. La revolución de Raimi sería demostrar, con un uso técnico poco ortodoxo en todos los ámbitos de la grabación, como esos dos mundos que hasta entonces no se habían encontrado podían aparecer, de repente, como uno sólo. La posesión infernal que nos presenta es clásica, rozando incluso la idea de la mujer como esencialmente bruja que desarrolló Jules Michelet —como la mujer tiene una naturaleza ctónica, conectada con la tierra, con la naturaleza, que provoca que ésta sea particularmente sensitiva para lo mágico donde los hombres apenas sí son ciegos espectadores — , pero también por ello profundamente familiar; lo que nos presenta es extraño y distante, impactante en su transgresión de todo límite lógico, pero también por ello reconfortante: en ella se encuentra un reflejo de un temor antiguo, de cuanto hay y ha habido siempre de incontrolable en la naturaleza —y por extensión en lo femenino, lo cual podría dar lugar a un interesante análisis de género de Evil Dead—. Hay un terror puro hacia algo desconocido, y por ello la sensación de catarsis al enfrentarse de forma flagrante con la (idea de) muerte.
Nada de ésto permanece en el remake. En nuestro tiempo, en un tiempo donde ya existe la Evil Dead original y por tanto no hay sitio para la transgresión a través de una hibridación que ya conocemos como posible, su única jugada viable es pasar por amplificar todo aquello que ya estaba en el original: la versión de Fede Alvarez es más salvaje, más descarnada, más al límite. ¿Pero al límite de qué? Eso es lo que ni sabemos ni podemos saber; su límite ya está en otro lugar, en aquella posición en la cual todo nos resulta familiar de tal modo que es más inquietante por doloroso que por terrorífico: asusta, pasamos miedo incluso, pero nos produce mayor terror cada pedazo de dolorosa (auto)mutilación que el terror en sí. No hay catarsis, no hay terror, sólo hay dolor. Para entender que nos ha pasado, acudamos al hombre que representa la mentalidad última del capitalismo tardío: Patrick Bateman.
No quedan barreras por cruzar. Todo lo que tengo en común con lo incontrolable y lo demente, lo despiadado y lo malvado, toda la destrucción que he causado y mi absoluta indiferencia al respecto, todo eso lo he superado. Mi dolor es constante y agudo y no tengo esperanza de un mundo mejor para nadie; de hecho, quiero que mi dolor sea infligido sobre los demás. Quiero que nadie tenga escapatoria, pero incluso después de admitir esto no hay catarsis, mi castigo sigue eludiéndome y no obtengo un mejor conocimiento de mi mismo; ningún nuevo conocimiento puede ser extraído de mi historia. Esta confesión no ha significado nada.
El remake de Evil Dead se sitúa más allá de todo descreimiento, de toda posibilidad de ir más allá, porque ya estamos en ese ir más allá: hemos visto todo, hemos hecho todo, hemos sobrepasado todos los tabúes inimaginables de una forma tan constante en su transgresión que ya nada nos perturba; no hay, ni puede haber, catarsis. Todo cuanto se nos presenta en la película es el mismo terror, la misma disformidad existencial que comenzó con la Evil Dead original y La Matanza de Texas. Sólo nos queda la absoluta convicción de que hay algo más allá del mundo cientifista en el cual vivimos que está esperando pacientemente que le demos la posibilidad de destruirnos —lo cual se verbaliza en la película cuando se afirma que el Necronomicon es un libro ocultista, no un tratado empírico; el mundo, entendido como lo mágico pero también como lo ritual/cultural: todo aquello que está más allá de las relaciones mensurables y predictibles, escapa a la comprensión científica del mundo: el orden del mundo está por encima del orden empírico — . En tanto ya no hay posibilidad de catarsis, lo único que queda es un inconmensurable y constante dolor: lo único no mensurable y predectible que no podemos negar, la angustia, siempre permanece con nosotros: la convertimos en dolor, en mero dolor emocional, para pretender que tiene alguna clase de cura a través de la ciencia. Por eso no hay catarsis, porque ya incluso negamos lo existencial de nuestra angustia.
Por supuesto, Evil Dead se sitúa más allá de ésto por definición. La catarsis en la cual nos sumerge este remake se sitúa en la libre aceptación de las reglas del juego, de la mística, que se da en la violación de lo establecido en un tiempo anterior: si en la original todo se resuelve quemando el libro, aquí la única posible solución es seguir el libro. No podemos seguir negando lo fenoménico en favor de lo empírico, debemos volver a jugar con sus reglas. A partir de ahí comienza un tour de force de purificaciones, retornos de entre los muertos y consecuciones de rituales que sólo se rigen por la lógica profunda de aquello que se sabe que funciona sólo porque la experiencia fenoménica así lo dicta. Donde Raimi establece las reglas de un mundo extraño y aun incontrolado, Alvarez revitaliza la condición extraña e incontrolada de un mundo que creíamos ya bajo control al recordarnos que no hay reglas más allá de aquello que se nos presenta como verdad en los ecos de su ejecución; los espíritus pueden ser hoy más próximos a los que conocemos de oriente y la violencia más extrema incluso resultándonos más cercana, pero sabemos que es (y debe ser) así en nuestro tiempo.
No vale con negar lo que no nos vale, con quemar todo aquello que hay de raro en el mundo, sino que tenemos que aceptar que lo ritual y lo mágico es parte inherente del mundo; la catarsis está en la aceptación del papel indivisible que se da en el conocimiento profundo del sinsentido lógico del mundo. Sólo entonces podremos volver a medrar con el dolor, con la angustia, y admitir que el terror propio de nuestro tiempo es la posibilidad de que haya algo ahí fuera que nos recuerde que somos humanos, que nos recuerde que somos mortales.
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