Bloody Kisses, de Type O Negative
La capacidad catártica de la música es algo que ya ha ocupado a lo largo de la historia tantas páginas, pulpa muerta resucitada en su nueva forma propiciada por la carpintería de la técnica industrial maderera, que repetirlo una vez más redundaría ya en cierto absurdo por hastío. Todos sabemos que, cuando se escucha música y no simplemente se oye como telón de fondo, es cuando esta nos produce estados alterados del ánimo con el cual afrontar nuestro día a día; la música que se merece tal epíteto para sí misma, que ha de ser llamada arte sin excepción, es aquella que nos hace alcanzar nuevos estados de nuestro propio ser que generalmente se encuentran velados en el subconsciente. Es por ello que si vamos a hablar de catarsis, ya que no hay catarsis mayor y más conjurada que el orgasmo, sólo nos cabe invocar al über-mensch de nuestro tiempo, al rapsoda vampírico, al hijo predilecto de las tinieblas de satén: Peter Steele.
Con dos discos a sus espaldas, en los cuales copulaban quizás demasiado cercanos con el doom metal y otras trazas finas de depresión demodé ‑lo cual en el grupo que se tiende a categorizar como el más sensual del mundo, es preocupante‑, Bloody Kisses se articularía como su gran obra maestra en la cual se mostraría como el monstruoso hijo de puta del éxtasis que es. En éste todo se torna más cercano al hard cock abandonando paulatinamente el mustio metal ‑aunque con honrosas excepciones como la muy Black Sabbath canción que da nombre al disco- para conformarse en composiciones infinitamente más sexys, profundas y húmedas. Es por ello que un destello ctónico como Christian Woman, tan blasfema como su nombre puede indicar, se ha convertido en el clásico indiscutible del grupo; su estilo particularmente pausado, dulce y con el punto justo de pegajosidad (pop) produce que la canción sea un perfecto cruce de armónicos fluidos que bailan unidos en ósmosis. Steele nos susurra al oído con su cálida y profunda voz en importantes cambios de registro que denotan la sensual cavernosidad de sus orificios. La canción, en su trayecto final, se desarrolla como una lenta pero muy placentera fricción de diferentes capas que se acaban volatilizando en armonía en una muerte pequeñita, minúscula, pero mucho tiempo deseada.
Pero Type O Negative está en las antípodas de ser exclusivamente el juguetón vibrato de la lengua del mastodóntico Steele, como de hecho se encargan de demostrar casi a cada momento el resto del grupo. Las excelencias que se pueden orar sobre los solos de guitarra, siempre precisos y rápidos como una rápida ráfaga que centellea imposible contra nuestro rostro, serían sólo equivalentes a las del propio bajo del grupo: cálido, lento y de entradas profundas y contundentes; aun cuando la voz de Steele es la punta de lanza que penetra con dulzura nuestros oídos, lo es siempre por el perfecto calentamiento en forma de preliminares que supone su acompañamiento instrumental. Porque aunque la desgarradora voz del líder del grupo es el miembro que ordena y manipula cuanto ocurre en el gangbang de sonidos que aquí se articula, no deja de ser sólo un elemento más a través del cual se da una fabulosa búsqueda de un éxtasis que el común de los mortales sólo era capaz de alcanzar mediante los más oscuros secretos de la física en los cuerpos vivos.
Un disco que comienza con Machine Screw, una sucia concatenación de gemidos y sonidos industriales, no puede ser sutil. Y de hecho no miente en el propósito que contiene dentro de sí mismo. Todo cuanto acontece en los límites de este nada pacato ejercicio de exploración erótica de los límites de la musicalidad como éxtasis sexual se define, exclusivamente, como diferentes formas de evocar, una vez tras otra, lo mismo que ya hicieran en su propia introducción. Quizás la ya mencionada Christian Woman sea más blasfema, en Set Me On Fire se desaten en una rápida oleada de caricias hard rock o en Blood&Fire se eyaculen unos modos que recordarían a una suerte de ejercicio de estilo cercano al rock de aires góticos que se haría en Finlandia pocos años después. Sea como fuere, todas ellas evocan la maravilla de los cuerpos contorsionándose por el deseo.
Los ensangrentados besos de Steele, seguramente debidos a los finos mordiscos propiciados por el físico imponente con el cual la naturaleza lo dotó, aquí se nos presentan una y otra y otra vez en un bamboleo constante en el cual se nos insta a probar diferentes caminos para el mismo resultado: el ansiado éxtasis del cual dependemos pero sólo podemos alcanzar en su perpetuo devenir cambio. La furia vampírica del monstruoso Steele nos arrebata una y otra vez, sin que nosotros podamos negarnos, llevándonos hacia un estado de sensualidad absoluta donde la resistencia es fútil porque, de hecho, es sólo una parte más del juego en el que nos vemos encantados de estar encadenados. Por eso repetimos una y otra vez, retomamos el disco continuamente con el fervor religioso de una santa que se siente arrebatada ante las fuertes embestidas de un Dios fluyendo a través de ella. Bloody Kisses es al sexo lo que el éxtasis a la mística: una necesidad, casi una imposición, que cristaliza en una impostura sublime en todo aquello que amamos y somos incapaces de explicar de lo que nos arrebata más allá del ser yo en sí mismo. Bloody Kisses es sexo.
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