Aunque ya estamos en las vísperas de la noche más terrorífica del año aun tendremos que aguantar más de veinticuatro horas, pero lo haremos de un modo festivo: Pantalla Partida sale por un día de los videojuegos para animarnos a comprender como nuestra vida cómoda, descansada y llena de fiesta en realidad está vaciada de todo sentido festivo. Y sí muy cargada de terror.
Time to Dance, de The Shoes y Daniel Wolfe
Interior noche. Una pareja de veinteañeros ríen, se besan y bailan medio drogados la after party de un piso compartido del East London. Ambos han sido (o al menos podrían haberlo sido) portada del último número de Vice Magazine y tienen esa confianza del que se sabe más guapo, más joven, con más vida social y que folla más que tú. Ambos continúan sus carantoñas y sus chistes privados delante de un tercer invitado que, sentado en un sofá, parece no haber llegado con las mismas energías al final de la fiesta. Pero es solo una impresión, pues el odio que le recorre por dentro está a punto de estallar y es mucho más intenso que toda la exhibición de vitalidad con la que llevan horas provocando estos hipsters bailarines. Una visita al baño para enfundarse el uniforme completo del equipo de esgrima y un mandoble más tarde se han terminado todas las risas en el apartamento Erasmus: la chica se desangra en el suelo con un profundo tajo en la garganta mientras que su novio acaba la noche con el cráneo aplastado contra el cristal del baño.
Así de crudo es el comienzo de Time to Dance, el comentadísimo último videoclip del dúo francés de música electrónica The Shoes, en donde un asesino en serie parte Travis Bickle, parte Patrick Bateman
Por tanto, Time to Dance no se aparta en exceso del camino marcado por los anteriores trabajos de Wolfe. A partir del seco golpe en el pecho que supone el prólogo, las imágenes se contagian de inmediato de los infecciosos compases del tema musical y el vídeo se pone a mil por hora. En un Londres de espacios grises, anodinos y fríos como el acero de un florete (donde otro perturbado como el Alex de La Naranja Mecánica no se sentiría fuera de ambiente), se empiezan a desplegar una serie de asesinatos brutales filmados sin efectismos, en una parquedad expositiva que busca hacer pupa en el espectador y subraya lo terrible de estas escenas: muchachos siendo estrangulados bajo la nieve, ravers apuñaladas con fiereza en callejones nocturnos o transeúntes que por encontrarse en el lugar equivocado en el momento menos afortunado terminaron en la morgue con una cara nueva dibujada a martillazos.
En los momentos que transcurren entre estos crímenes salvajes se nos ofrece la posibilidad de echar un vistazo a la rutina de personaje, un día a día que no dista en exceso del que podamos tener cualquiera de nosotros: se entrena en el gimnasio, cena en establecimiento de comida rápida, compra en comercios chinos o se afeita en el barbero. Una imagen que coincide con la descripción del “chico tranquilo y normal” que siempre aparece en boca de la vecina de un asesino múltiple en lo telediarios.
Existen en estas escenas, creo, un intento de entender qué es lo que mueve al personaje interpretado por Gyllenhall. Al igual que en las películas de serial killers de los noventa el interés por trazar un perfil psicológico del asesino, de entender sus motivaciones y conocer su pasado suponía la diferencia con las máquinas de matar cuasi-sobrehumanas de los grandes títulos del género durante los ochenta, en cada primerísimo primer plano y en cada zoom hacia la perdida y ojerosa mirada del protagonista de Time to Dance existe una voluntad por conocer qué se mueve en esa cabeza. Pero al contrario de lo que ocurría en films como El Silencio de los Corderos o Seven, aquí no sacamos (casi) nada en claro.
Tampoco es que no exista ninguna pista: la soledad y la deriva vital son dos factores que se intuyen y palpitan en cada fotograma del corto y, durante los minutos finales somos testigos de una escena reveladora: en una discoteca semi-desierta, mientras contempla a una pareja quemando la pista, Gyllenhall aprieta los puños, empieza a seguir el ritmo de la música y, por primera vez en lo que llevamos de vídeo (también probablemente por primera vez en su vida), comienza a bailar y se hace uno con la fiesta. El momento de bailar sustituye, al fin, el momento de matar.
No obstante, a pesar de estas boyas a las que podemos agarrarnos para interpretar parte de lo que hemos visto, los asideros no son lo suficientemente firmes como para delinear los bordes de la maldad que ese tío lleva dentro. El desconocimiento que mantenemos tras el The End sobre el origen de los terribles actos que ese hombre con una vida tan parecida a la nuestra lleva a cabo, es aterrador. El espacio de la incógnita sigue siendo demasiado amplio como para sentirnos tranquilos, como para tener la certeza absoluta de que, en un examen concienzudo del asesino, no vamos a encontrar un espejito que nos refleje o un abismo que nos devuelva la mirada. Nada que nos diga que a nosotros no nos podría pasar lo mismo.
Muchos críticos han definido Time to Dance como una mirada cargada de mala baba hacia cierta forma superficial, frívola e inofensiva de vida urbana juvenil, y efectivamente así es. Pero el vídeo de The Shoes es también terror a una muerte violenta y, sobre todo, la puesta en imágenes del pánico a que la desubicación vital, la soledad y la torpeza para manejar las más básicas herramientas para la integración social se nos lleven a nosotros también por delante en una fiebre criminal tan descontrolada como un autobús de dos pisos sin frenos y acabemos manteniendo conversaciones en la sauna de la piscina pública o saliendo cada noche de casa con pulsiones de muerte.
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