Marebito, de Takashi Shimizu
La posibilidad de observar el terror es, en sí misma, un absurdo que contradice el principio propio de aquello que pretende aprehender. El terror, como la experiencia interior de extinción pura que supone éste —lo cual no significa necesariamente que todo terror sea terror a la muerte, sino que todo terror nos enseña algo sobre nosotros o sobre el mundo que anula y nos hace superar nuestra propia condición presente — , se construye como modus vivendi que no sólo nos muestra como es el mundo más allá de lo que creemos conocer, sino que nos muestra como podría ser; no es posible conocer el terror desde la distancia, observándolo como una cierta provocación infinitamente lejana con la cual dialogar desde la seguridad, pues el terror sólo puede experimentarse viviendo el terror. El instinto que nos arroja fuera de nuestra mismidad supone el salir fuera de mi mismo que me hace estar más allá del sentido, de la humanidad, del mundo: sólo en tanto experimento una catarsis que me desboca más allá de mi misma humanidad, sólo en tanto soy preñado por la posibilidad de la conciencia interior, puedo alcanzar un estado superior de mi propio ser.
¿Puede un hombre conocer el terror que ha conocido otro hombre? Nunca en caso alguno. Toda experiencia vivida en el mundo configura sus propias particularidades, pues nadie vive la misma experiencia que otra persona del mismo exacto modo como si, de hecho, sus circunstancias vitales fueran las mismas. Cada individuo es parte del mundo pero es el mundo, su propio mundo, y, por ello, no puede escapar de esa doble experiencia: comparte sus vivencias con los demás, pero sólo desde la unicidad que supone en el contexto de su propia existencia. Yo no puedo vivir en Marebito lo mismo que ninguna otra persona hasta el punto de que ni siquiera puedo experimentar lo que Takashi Shimizu vivió en ella —aunque sí podré vivir lo que buscaba, y sobretodo lo que logró, producir en el experimentar la película en los otros. Toda experiencia es unívoca, dependiente de la propia configuración particular de mi propio ser.
Esto no significa en caso alguno que no podamos conocer el mundo de los demás, porque de hecho todos vivimos en un mundo compartido sólo que, en éste, cada uno tenemos nuestras propias vivencias particulares en las cuales vivirnos. Cuando yo veo Marebito se que estoy viendo las mismas cosas que los demás, sólo que, en un plano simbólico, lo que yo interprete será dependiente de mi propia experiencia anterior. Si soy occidental y quiero ver un sentido eminentemente práctico, aun a costa de no poder explicar muchas cosas, entenderé que es todo una alucinación propia de una mente enferma que comienza a delirar por causa de abandonar el prozac; si soy occidental y tengo un conocimiento, o un interés, fenomenológico que me hace pensar la mente humana como algo más que conexiones eléctricas y químicas, entonces llegaré a la conclusión que todo es la experiencia vivida que se proyecta en el protagonista como tesis de la experiencia del espectador del cine de terror: el que ve cine de terror busca vivir la experiencia del terror sin el riesgo de poder verse dañado, busca de forma activa pero profiláctica (poniendo medios para evitar riesgos innecesarios) la experiencia interior de la violación de su propio ser. En ambos casos el espectador ve lo mismo, pero donde uno se queda en la cómoda superficie de la separación normal/anormal, quedándose él en el lado positivo de la ecuación, el otro se zambulle en los misteriosos caminos de la catarsis, en la búsqueda del sí mismo que podría llegar a ser.
Vivimos aun cuando no entendemos lo mismo pero, por supuesto, la cosa no acaba ahí. Si además de cualquiera de los dos tipos anteriores se le van añadiendo algunas peculiaridades existenciales propias, la relación con la película se vuelve más problemática y profunda: si el espectador conoce la obra de Lovecraft y Sharpe, la película se muestra en un nivel que viola la dimensión euclideana del relato que nos permite entender que es también la dimensión de la experiencia vivida literalizándose ante el que la vive, el caos primigenio manifestándose en lo real para quebrar toda concepción del mundo; si conoce la obra de Platón más allá de lugares comunes asociará El Inframundo no ya con la caverna, sino con el mundo de las ideas que está separado-pero-unido al mundo sensible: lo terrorífico del mundo inferior es que no deja de ser el mundo de las ideas, todo lo que hay en él es donde se da la imagen pura de las cosas que nos permite conocer las realidades sensibles —y así podemos descubrir por qué el protagonista no conocía el terror, porque no conocía la idea de Terror—; y si conocemos las religiones pretéritas sabremos que marebito es el término para designar a los dioses que vienen del exterior de nuestro mundo, de más allá de los límites de la realidad, para concedernos dones de los cuales aun no teníamos noticia. El conocimiento en conjunto, más piezas que seguramente falten, nos daría lugar a la imagen de Marebito como la experiencia de un descubrimiento que siempre ha estado ahí, pero de la cual creíamos erróneamente que estábamos desconectados.
La interpretación de Marebito variara según todas estas constantes, pero también según con que películas pueda asociarlas —pues no es lo mismo si puedo conectarla con Posesion y Arrebato que si sólo puedo hacerlo con The Ring— y con que experiencias vitales mías puedo aunarlas. Si aun conociendo todos los referentes culturales, todos los principios esenciales, jamás he conocido la desconexión absoluta del terror que propicia una búsqueda que se suicida, jamás podría conocer la catarsis que me depara la película como evento y, por extensión, mi experiencia de la película acabaría por ser un batiburrillo insatisfactorio de un conocimiento fáctico de saber qué debería sentir sin saber por qué no puedo sentirlo. Pero, del mismo modo, podría no conocer ninguno de los anteriores referentes y sin embargo conectar con esa catarsis por mi sensibilidad, porque mi ser-en-el-mundo ha conectado a través de una sensibilidad refinada hasta el absurdo por la experiencia del cambio con el principio catártico de la película. El conocimiento no depara necesariamente permisividad para ser cambiado, pues eso sólo sucede si se dispone de una sensibilidad particularmente cultivada para ello.
La experiencia no puede ser aprehendida, mucho menos racionalizada, a través de una sistematización particular de lo acontecido, sino que se vive como un cambio radical en nuestro propio ser; incluso cuando se escribe sobre la experiencia interior, sobre el paso de lo que se es a lo que se puede llegar a ser, siempre se hace desde un simbolismo que sólo puede ser comprendido en tanto vivido. Por eso Marebito se vive, no se ve. Por eso la cara desencajada por el absoluto pánico último retratado por la existencia es el destino de aquel que viva en la piel del dios que viene de más allá de su mundo.
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