la condición ctónica de la catarsis

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Si exis­tía en la Grecia clá­si­ca al­go que pu­die­ra con­si­de­rar­se pu­ra­men­te ctó­ni­co, que pro­ce­da de lo más pro­fun­do del os­cu­ro seno de Gea, esos son los en­tes que lla­ma­mos mu­je­res. Ahora bien, tam­bién po­dría­mos con­si­de­rar que es nues­tra con­tem­po­ra­nei­dad exis­te un gé­ne­ro lo su­fi­cien­te­men­te pe­sa­do, os­cu­ro y pe­ga­jo­so co­mo pa­ra ha­ber na­ci­do de lo más hon­do de la la­gu­na es­ti­gia: el sto­ner. Así, ¿qué nos de­pa­ra­ría la com­bi­na­ción de lo fe­me­nino con el sto­ner? La su­bli­ma­ción de lo ctó­ni­co en la mú­si­ca de SubRosa y es­pe­cial­men­te en No Help For The Mighty One.

No es di­fi­cil de adi­vi­nar que SubRosa es un gru­po de stoner/doom com­pues­to úni­ca­men­te por chi­cas que si­guen el le­ga­do de los ya mí­ti­cos Electric Wizard, los cua­les tam­bién tie­nen un com­po­nen­te fe­me­nino tras el ba­jo. La he­ren­cia de so­ni­dos pe­sa­dos, cru­dos, sin cier­tas con­ce­sio­nes ha­cia la psy­cho­de­lia que nos dan otros gru­pos, e in­clu­so con ese acen­to slud­ge, las ha­cen una apues­ta tan se­gu­ra co­mo de­mo­le­do­ra. Así su úni­ca in­clu­sión se da en el cam­bio ha­cia vo­ces fe­me­ni­nas y la in­tru­sión de ins­tru­men­tos de cuer­da en las com­po­si­cio­nes. El re­sul­ta­do es, con­tra to­do pro­nós­ti­co, una mú­si­ca ri­tua­li­za­da que nos evo­ca ya no ha­cia los jo­co­sos ri­tua­les lle­nos de dro­ga de los EW, sino a una au­tén­ti­ca in­vo­ca­ción de dio­ses na­ci­dos del abis­mo de la tie­rra. El con­tras­te de sus agu­das vo­ces con los pe­sa­dí­si­mos gra­ves re­sul­tan des­con­cer­tan­tes, cla­ván­do­se en el ce­re­bro co­mo agu­jas afi­la­das al ro­jo vi­vo. Los vio­li­nes so­bre­vue­lan las com­po­si­cio­nes aña­dién­do­les una gra­ve­dad ma­jes­tuo­sa; di­vi­na, pe­ro que le­jos de ver­se co­mo un com­po­nen­te ce­les­tial en­ca­ra las com­po­si­cio­nes más aun en el abis­mo más ab­so­lu­to. El re­sul­ta­do es un dis­co re­pug­nan­te, fé­ti­do e in­hu­mano; una pre­cio­sa im­po­si­bi­li­dad vis­co­sa de in­fi­ni­tas bo­cas y ten­tácu­los que no nos ata­ca des­de el cie­lo, sino des­de el co­ra­zón de la tierra.

Ya nos ad­vir­tie­ron los grie­gos que só­lo un gru­po de mu­je­res po­dría co­ger to­do lo que es vis­co­so y mal­va­do en al­go pa­ra con­ver­tir­lo en una ma­jes­tuo­sa oda de pu­ro ren­cor aver­nal. Un au­tén­ti­co vó­mi­to so­bre la ca­ra de Dios en el cual, iró­ni­ca­men­te, se exor­ci­za a tra­vés de esa mis­ma ca­tar­sis des­truc­to­ra to­do lo que hay de ma­ligno en la con­di­ción ctó­ni­ca; en lo fe­me­nino. La bi­lis ne­gra os po­see­rá co­mo al­ma del de­sier­to profundo.

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