Cuando se conoce a un individuo nuevo, por necesidad, tenemos que proyectar un mínimo de confianza con respecto de que esa persona no nos mentirá, por lo menos, en sus principios más básicos. De esta manera, mediados por una cierta cesión de confianza, vamos conformando una opinión con respecto de ese nuevo otro; creamos nuestra primera opinión de los otros a través de unas primeras exposiciones de su persona basadas en castillos de naipes, en una confianza vacía de significación. Esta creencia que depositamos en los demás de que no nos engañarán se va perpetuando a lo largo del tiempo en tanto confirmamos que no es mentira lo que nos han dicho, pero es todo una reminiscencia de esa fe primero que instituimos ante esa persona. Pero, si pasado un tiempo, esa primera impresión que teníamos basada en los caracteres superficiales de una persona se quiebran, ¿debemos considerar que esa persona no es digna de nuestra confianza o, en el caso radicalmente opuesto, que nosotros hemos abusado de la interpretación de su personalidad por unos pocos rasgos inmanentes? Seguramente Jeff Wadlow nos diría que son ambas perspectivas, tal y como nos lo presenta en su primer largometraje, “Cry Wolf”.
Cuando Owen Matthews, un caprichoso maleante de buena familia y mejor corazón, llega a la academia privada Westlake se encontrará con el asesinato de una joven lo que, auspiciado por su inclusión en “El club de los mentirosos” de la escuela, producirá que acabe por crear, en conjunto con sus compañeros, una falsa alarma que se extenderá como la pólvora sobre un asesino en serie llamado “El Lobo” que atacará en Halloween. De éste modo tan burdo articulan un clásico slasher donde los asesinatos que “han de ocurrir” que hicieron difundir a base de emails falsos comienzan a cumplirse uno por uno con funestas consecuencias. El problema es que, aunque se nos venda como un slasher, no es un slasher en absoluto: estamos ante un thriller inteligente pero que nunca llega a cumplir como debería; su potente premisa no está a la altura de su desarrollo. Así tras el tour de force continuo ante el que nos somete, arrinconando una y otra vez nuestras ideas preconcebidas, acabamos en un final que no por obvio ‑o, quizás, precisamente su obviedad- deja de ser un auténtico bofetón a nuestras premisas. Porque aunque el thriller de slasher se vista thriller se queda.
El espectador, en tanto ente ideal con respecto de la película en tanto sujeto pasivo (espectador) pero también activo (el que controla el ritmo a través de su mando, acaba en una doble premisa de ignorancia: viéndose representado en su protagonista, demasiado encerrado en lo que espera que ocurra según la lógica del slasher, y, a su vez, siendo espectador privilegiado de la verdad. Y es que, al final, tanto el protagonista como el espectador acaban por ser meros actores de una comparsa que no pueden dirigir: aunque saben la verdad, no pueden demostrarla porque, en último término, depende de si consideras la apreciación de este gigantesco engaño como traición o como juego que no supieron ver.
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