¿Qué es la guerra? Esta pregunta, que como toda pregunta realizada al principio de un escrito parece inane e innecesaria ‑aun cuando nunca, jamás, lo deba ser‑, esconde dentro de sí algunas de las problemáticas más profundas con las que se ha tenido que ver el hombre especialmente a lo largo del siglo XX. Sí, la guerra existe desde el principio de los tiempos, ¿pero acaso después de la experiencia de dos guerras mundiales no hemos aprendido algo?¿Acaso hoy la guerra no se ha transportado en una guerra global, encarnada a cada instante, en la guerra contra el terrorismo, contra la violencia de género, contra la ignorancia ‑todos ellos, además, términos relativos y usados siempre como arma arrojadiza, sin contextualizar? Quizás suene exagerado, quizás siempre se pueda acusar que los hijos de la democracia no hemos conocido en nuestras carnes la guerra, la violencia y el hambre ‑como si estas, en último término, sólo se dieran en estado de excepción‑, pero de lo que no cabe duda es que la guerra se ha transformado, de que vivimos en un perpetuo estado de combate contra un enemigo mutable. Y es que, si como afirmó Michael Foucault, la política es la guerra continuada por otros medios, entonces la democracia es el sistema de la guerra por excelencia.
No se me malentiendan, esto no es un ataque hacia la democracia o la memoria de La Pepa ‑o no exactamente‑, pues tampoco tendría sentido hacerlo: cualquier sistema que permita mayor libertad individual a sus individuos es mejor que cualquier otro sistema que tenga menos favores hacia la libertad; una democracia corrupta sólo es mejor que una dictadura benévola en tanto en la democracia los hombres puedan seguir teniendo voz en voto en comunidad pues si no es así, ¿qué le diferencian? Una verdadera democracia, o al menos una que se pretenda como la mejor de la manifestaciones posibles del orden político humano, tiene que tender en la mayor medida de lo posible hacia la emancipación total de los individuos. El problema es que no es así.
Si la democracia es preferible a cualquier otro modelo político aplicado de forma masiva es por la sencilla razón de que nos permite tener una libertad mayor (sobre el papel) que la que tendríamos en, por ejemplo, una dictadura de cualquier índole o bajo la premisa de cualquier clase de monarquía. La democracia nos confiere cierta libertad de base, pero no está ahí de forma necesaria. Si la democracia no se muestra como un lugar desde donde la soberanía del pueblo sea aceptada, con todas las consecuencias que ello conlleva, deberemos considerar que estamos atentando contra la libertad del individuo: la democracia sólo es preferible a los demás sistemas políticos en tanto asegura nuestra libertad con mayor eficacia. El problema es que, como ya hemos dicho, esto no es así. Cuando periódicos extranjeros como The Guardian tachan al presidente del gobierno, Mariano Rajoy, de maestro de la ambigüedad o afirman, como el New York Times, que a la larga, el hecho de no tratar a la población como adultos podría causar problemas se demuestra que hay un profundo problema en el país: el ciudadano medio español no es más libre en la democracia actual que en la dictadura del pasado reciente, o no más allá del papel.
Esta afirmación puede sonar excesivamente violenta, porque lo es, e incluso capciosa, pero no deja de ser verdad por ello: para encontrar alguna clase de crítica, bien fundada y basadas en análisis políticos serios, necesitamos acudir a la prensa extranjera; no existe ningún medio español hoy por hoy que se muestre realmente crítico con las posturas del gobierno. Tras el cierre de Público, ¿acaso queda algún periódico que no éste celebrando la vuelta del amo cariñoso y fiel que les da de comer y les acicala bajo la condición de no morderle la mano?¿Acaso existe un periódico que se muestre crítico, que filtre la información de forma ordenada y no capciosa, para el público?¿Existe, al menos, algo de diversidad en esa demanda? Todas las respuestas a estas preguntas es un taxativo no. Todo cuanto queda hoy es indiferenciado de la dictadura: los mismos actores, los mismos métodos, sólo que evolucionados; ya no se dejan de censurar artículos, se dejan de dar subvenciones a los periódicos (Público) y se lleva a juicio a aquel cuyas acciones molestan (Javier Krahe). ¿El pueblo? Un molesto zumbido en sus oídos. Nada importa menos al político medio de esta democracia que los ciudadanos, aquellos por cuya libertad supone que vela.
Para Albert Camus ‑del cual traduje ayer su artículo inédito al respecto de la libertad de prensa, óbice de éste artículo- la libertad sólo puede darse a través de cuatro medios esenciales: la lucidez, el rechazo, la ironía y la obstinación. Esto es brillante, pues éste, en apenas cuatro trazos, consigue mostrarnos cuales son las herramientas fundamentales no sólo para conquistar la libertad, sino para mantenerla lustrosa cuanto tiempo nos situemos como auténticos humanos; la libertad es lo que nos hace ser humanos. ¿Cuando fue la última vez que vieron un periódico donde la lucidez, el rechazo, la ironía o la obstinación fueran usadas para desafiar las medidas del gobierno o la cohorte de señores ‑pues, éste país, sigue siendo del capital de los señoritos- que les rodean? Pues eso.
La democracia es guerra. La voluntad de los políticos (casi) nunca será la de hacer algo por el bien de aquellos a quienes representa si estos no les obstaculizan el paso por todos lados; la auténtica libertad no se consigue votando una vez cada cuatro años al verdugo predilecto, sino que sólo se obtiene persiguiéndola con ahínco a cada instante. El filósofo, escritor y periodista Camus nos dio las claves para saber como hacerlo, incluso de por qué hacerlo, pero todo lo demás está sólo en las manos de cada uno de ustedes que pueden poner de su parte para no permitir que esta guerra, independientemente de colores políticos, acabe en una victoria de la minoría que no quiere oír ni hablar de derechos sociales. Mucho menos de libertad.Usen su lucidez para cuestionar y discernir que hay de malo en aquellas acciones que acometa el gobierno; rechacen todas aquellas acciones que no les representen, de forma activa, de viva voz; usen toda la ironía de la que puedan hacerse cargo, pues el mensaje bien envuelto en el caramelo envenenado del humor parece menos ofensivo; y sean obstinados, luchen hasta el último hálito de vida, no permitan que callen su voz: sí les ponen la mordaza, griten más fuerte en su ayuda. Esta es nuestra guerra, la guerra contra la política totalizadora.
Cuestionar los procesos políticos, cuestionar la hipotética voluntad general del pueblo que sólo se caracteriza en unos pocos que se deciden de forma interna, está muy lejos de ser anti-democrático o ir contra la libertad: es lo único que defiende con ahínco la libertad. Y quien les diga lo contrario, es otro pájaro acomodado en su jaula dorada. Porque, recuerden, cuando Camus hablaba de la libertad de prensa no se refería sólo a poder decir lo que se quisiera, sino que hablaba la necesidad de poder cuestionar todo aquello que fuera contra la voluntad general del pueblo. Y entre una democracia y una dictadura sólo es mejor aquella en la que se nos permita ser más libres.
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