Si existe un problema filosófico que ha tenido gran peso dentro de la tradición, e incluso hoy no ha hecho más que polarizarse y fragmentarse con los avances técnicos a los cuales nos arrojamos con felicidad, ese es el carácter último de la identidad. La identidad, en tanto «nuestra identidad» es «lo que somos nosotros mismos», es como una segunda piel que habitamos culturalmente para definirnos con respecto del afuera de aquello que somos; la identidad es algo que entendemos sólo con respecto de nosotros mismos. Por ello La piel que habito, película de Pedro Almodóvar basada en Tarántula de Thierry Jonquet, no trata tanto de la identidad física, hecho que trataría más y mejor la novela, como de la dimensión filosófica del «yo» a través del cual pretendemos tejer eso llamado identidad.
Robert Ledgard es un reputado cirujano con fama de mad doctor que presentará en sociedad su último descubrimiento: una piel sintética que sustituye la piel humana consiguiendo efectos muy superiores en defensa contra daños externos. Lejos de tener una cordial aceptación entre sus compañeros, verá como su trabajo es tirado por tierra al considerarse que trabajar con mutaciones en seres humanos es, desde una perspectiva contemporánea de la bioética, pasarse de la raya. Su única razón para realizar la investigación es la posibilidad de, retroactivamente, salvar la vida de su mujer que sufrió quemaduras por todo el cuerpo más allá de lo corregible; quemada hasta el punto de perder su identidad entre carne muerta. Al mismo problema se enfrenta Vera Cruz, la cual está encerrada como prisionera en la casa de Robert para sus demenciales experimentos, presa de una identidad que le resulta esquiva por la displicente actitud e intenciones de su carcelero. Justo el caso contrario de Zeca, un inadaptado social que asume su identidad subyacente de forma literal, El Tigre, disfrazándose del animal del cual toma el nombre. Son personajes definidos a través de un conflicto básico de identidad interior: nadie representa aquello que es, sino la imagen que los demás tienen de ellos.
Si la narración se erige entre saltos temporales perfectamente medidos es porque sólo así puede plasmar las relaciones enajenadas que han sufrido hasta entretejer el carácter de cada uno de ellos; su identidad queda definida en oposición a las imágenes de personalidad que proyectan hacia los demás. Nunca muestran su auténtica identidad e intenciones, sino que la ocultan para lograr sus objetivos sin inmolarse por el camino. Incluso el caso más paradigmático de guardián de los secretos, Marilia, es incapaz de definir la verdadera identidad de cuantos le rodean, aun cuando sí conoce más allá de lo que pretenden proyectar con sus máscaras: intuye lo que son más allá de lo que dicen, pero no puede constatarlo hasta que lo dejan ver. La identidad es algo que se enraíza tan profundo que es imposible conocer nada que no sea el «yo histórico», las vivencias experienciales que sufre una persona a lo largo de su vida.
Almodóvar, que no tiene dudas en separarse de la idea que desarrolla Jonquet en su novela, no se aleja tanto como pudiera parecer en un visionado superficial; mientras el francés se decantaría por dar una visión entronizada de la creación de la identidad, el manchego desarrolla una visión de la (per)vivencia de la identidad real sobre el cambio y las mentiras. No es de extrañar entonces que la película tenga algunos tics almodovarianos, o lo que popularmente se entiende por tales, que quedan desnudos en un plano teórico: es una película sobre la preservación de la identidad aun en el travestismo de sus apariencias. Aun cuando en teoría ya nada define algo como identitario de sí mismo —como, en este caso, almodovariano: hay quien afirma que es una película «poco Almodóvar»— el ser autoconsciente, o no, de esos hechos que definen la identidad nos permiten preservar nuestra identidad aun cuando nos encontremos fuera de nuestra imaginería físico-conductal. No hay lienzos en blanco, la identidad se constituye a través de una sucesión de hechos experienciales, pero un lienzo pintado ya no cambia de forma ostentosa al añadirse detalles en él.
La película funciona no sólo al mismo nivel que el libro, sino que también lo expande más allá; se ha llevado desde la identidad propia de Jonquet hasta la identidad propia de Almodovar. En la historia, pase lo que pase, la identidad permanece impertérrita aunque se nos engañe intentando mostrar lo contrario: la identidad, en tanto «definición del yo para el yo», es independiente de los rasgos identitarios, la máscara, por los cuales nos reconocen los otros; la identidad es la suma de nuestras experiencias y pensamientos, no aquello que mostramos y decimos a los otros.
Hagan lo que hagan con nosotros, nadie nos puede arrebatar nuestra identidad sino que, como máximo, pueden marcarla para intentar hacer fluir hacia otros lugares en el futuro. La identidad es la memoria histórica del yo, un río que siempre fluye inviolable. Incluso para nosotros mismos.
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