la liberación (sexual) se encuentra en la comunión de los cuerpos

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James Deen, ac­tor porno

Supongamos que vi­vi­mos en una so­cie­dad don­de el se­xo es­tá lo su­fi­cien­te­men­te li­be­ra­do ‑y su­po­ne un mer­ca­do lo su­fi­cien­te­men­te jugoso- co­mo pa­ra que mer­can­ti­li­ce de una for­ma más o me­nos abier­ta, aun cuan­do su­brep­ti­cia en al­gu­na de sus for­mas. Ahora su­pon­ga­mos que us­te­des son un repu­tado pro­duc­tor de ci­ne por­no­grá­fi­co en cier­nes que quie­re abrir­se ca­mino en un mer­ca­do so­brex­plo­ta­do ‑co­mo to­do seg­men­to de mer­ca­do ac­tual, por otra parte- in­clu­so en sus fa­ce­tas un­der­ground, ¿qué ha­rían pa­ra con­se­guir ha­cer­se con una par­te del pas­tel? Lo que se ha­ce ac­tual­men­te, la ma­yo­ría de as­pi­ran­tes a nue­vos ri­cos del porno, es más de lo mis­mo con lo cual no hay ries­go y, por tan­to, ni be­ne­fi­cio ni éxi­to; es im­po­si­ble com­pe­tir con­tra los gi­gan­tes en su cam­po. Es por ello que us­ted, sen­sa­to ca­ba­lle­ro con un par de mi­llo­nes pa­ra in­ver­tir, que­rrá di­ri­gir­se a un pú­bli­co que el porno ha­ya des­aten­di­do sis­te­má­ti­ca­men­te, co­mo las mu­je­res. Por su­pues­to es­to ya ocu­rre y, si te­ne­mos que res­ca­tar un nom­bre pro­pio, ese es só­lo uno: James Deen, el ac­tor porno que se ha he­cho fuer­te en el ima­gi­na­rio (se­xual) femenino.

¿Y quien es James Deen? Es un jo­ven de ape­nas sí po­co más de me­tro se­ten­ta y pi­co, que no lle­ga a unos des­gar­ba­dos se­ten­ta ki­los que es ca­paz de en­can­di­lar a cual­quier bue­na chi­ca con una son­ri­sa tier­na, una mi­ra­da dul­ce y un pe­lo bien cui­da­do. Sus ras­gos li­ge­ra­men­te es­cul­pi­dos le do­tan de un cier­to ai­re fe­me­nino y su to­tal au­sen­cia de ho­ras de gim­na­sio ‑o, al me­nos, del abu­so in­dis­cri­mi­na­do de com­ple­men­tos pro­teí­ni­cos y/o esteroides- le ale­jan del con­cep­to co­mún de ac­tor porno; él pa­re­ce más un chi­co cual­quie­ra que pue­das en­con­trar por la ca­lle, en el tra­ba­jo o en cla­se que el clá­si­co chu­la­zo de la in­dus­tria del porno. Y lo es, ade­más, en to­das sus me­di­das, pues en­tre sus pier­nas no cuel­ga una ta­la­dra­do­ra in­dus­trial mo­vi­da por can­ti­da­des in­gen­tes de via­gra, só­lo un fa­lo en la me­di­da de lo común.

Cualquiera de us­te­des que es­tá le­yen­do es­to ‑si es hom­bre, ya que si es mu­jer ha­ce mu­cho que ha­brá en­ten­di­do por qué es­te ca­ba­lle­ro es seductor- no al­can­za­rá a com­pren­der en pri­me­ra ins­tan­cia por qué un su­je­to así lle­ga a ac­tor porno. Esto es de­bi­do, esen­cial­men­te, a dos co­sas que se re­su­men en una so­la com­ple­ta­men­te ló­gi­ca: es la se­duc­ción de lo real. Deen es un hom­bre nor­mal, lo que se po­dría con­si­de­rar mono in­clu­so, que lla­ma la aten­ción del gus­to fe­me­nino; su in­te­rés ra­di­cal pri­ma­rio es que es el equi­va­len­te mas­cu­lino de la girl next door de Playboy o, lo que es lo mis­mo, es un hom­bre que po­dría ser tu ve­cino. Resaltar el ero­tis­mo de lo co­ti­diano, de lo que po­drías lle­var­te a la ca­ma lle­ga­do el ca­so, no tie­ne ma­yor mis­te­rio pe­ro no es la úni­ca pie­za de su ám­bi­to de se­duc­ción ya que ha­bría al me­nos otro: na­tu­ra­li­za (tam­bién) las con­di­cio­nes co­mu­nes del se­xo. Con es­to quie­ro de­cir que, cuan­do uno ve por­no­gra­fía co­mún, ve cuer­pos irrea­les que re­bo­tan y es­ta­llan en pos­tu­ras se­xua­les cuasi-míticas en las cua­les no hay nin­gu­na for­ma de se­xua­li­dad ‑ya no ha­ble­mos si­quie­ra de placer- real; es to­do un jue­go vi­sual de ex­ci­ta­ción. Sin em­bar­go las es­ce­nas en las que es­tá in­vo­lu­cra­do Deen siem­pre par­ten de un uso no me­ra­men­te ins­tru­men­tal del cuer­po fe­me­nino, la ter­nu­ra que des­plie­ga es­tá más cer­ca de una re­la­ción se­xual real que no de un uso cua­si mi­san­tró­pi­co de los atri­bu­tos fe­me­ni­nos. En las pe­lí­cu­las de Deen las mu­je­res no son pe­da­zos de car­ne, son mu­je­res y muy sexuales.

Esto, que ya lo con­se­gui­ría des­de el otro la­do la siem­pre in­tere­san­te Sasha Grey, ha­ce que el in­te­rés por el porno pa­se des­de una vi­sión me­ra­men­te mas­cu­li­na ha­cia una vi­sión fe­me­ni­na. Las es­ce­nas de Deen son tier­nas, cóm­pli­ces y ca­ris­má­ti­cas ‑lo que al­gu­nos, fal­sa­men­te, acha­ca­rían co­mo femeninas- pe­ro tam­bién tien­den ha­cia un jue­go per­ver­so, sa­diano si se me per­mi­te, de un se­xo real, con­sen­ti­do y, ¿por qué no?, pla­cen­te­ro de ver­dad pa­ra am­bas par­tes. Por eso no po­de­mos con­si­de­rar que sea porno pa­ra mu­je­res tan­to co­mo un porno pa­ra au­tén­ti­cos si­ba­ri­tas del se­xo. A es­te ni­vel el porno con­ven­cio­nal con res­pec­to del porno de Deen se­ría me­ta­fó­ri­ca­men­te equi­va­len­te a la co­mi­da con­ge­la­da que se en­fren­ta a la co­ci­na de un con­nois­seur; es la di­fe­ren­cia en­tre lo ex­clu­si­vo ‑el porno masculinizante- y lo in­clu­si­vo ‑el porno pa­ra to­dos- co­mo nos de­mos­tró el due­lo en­tre Deen y Grey, los dos ve­ci­nos de al la­do del porno.

Sin em­bar­go la ba­se de fans de Deen pa­re­ce ser en­te­ra­men­te fe­me­ni­na, sien­do com­ple­ta­men­te des­pre­cia­do con in­sul­tos que, ge­ne­ral­men­te, ha­cen alu­sión a cues­tio­nes de gé­ne­ro ‑lo cual, en tan­ta acu­sa­ción de ma­ri­ca, ya se en­tre­ve una mi­so­gi­nia velada‑, ¿por qué? Porque a los hom­bres les gus­tan los ac­to­res porno ultra-musculados por un im­pul­so ho­mo­eró­ti­co re­pre­sen­ta­cio­nal: ellos quie­ren ser ese hom­bre y, las ra­zo­nes pa­ra ello, pue­den ser dos que ex­pon­go a con­ti­nua­ción. Muy ha­bi­tual­men­te, ese que­rer ser de­fi­ne una pul­sión su­brep­ti­cia de po­seer esos cuer­pos co­mo una for­ma de cul­to al cuer­po y, en és­te ca­so, la mi­so­gi­nia se­ría un mo­do de des­pre­cio a tra­vés del cual re­crear­se en las for­mas de mas­cu­li­ni­dad co­mún a tra­vés de las cua­les pre­ten­der de­mos­trar que su atrac­ción es­tá en reali­dad di­ri­gi­da ha­cia los hom­bres. Si los hom­bres hi­per­mus­cu­la­dos atraen a los hom­bres es por un cul­to al cuer­po que aca­ba por con­fun­dir el ser con el po­seer, la iden­ti­dad con la re­la­ción instrumental.

El otro ca­so, mu­cho más ex­ten­di­do e in­tere­san­te, es que el hom­bre co­mún no se sien­te agre­di­do por el he­cho de no ser un su­je­to que ni son ni pue­den lle­gar a ser los que se fo­llen a las mu­je­res que que­rrían ‑al me­nos, hipotéticamente- fo­llar­se. Esto que, iró­ni­ca­men­te, se ve re­for­za­do con la in­clu­sión del con­cep­to de la ve­ci­na de al la­do es la ba­se del des­pre­cio del hom­bre co­mún con­su­mi­dor de porno con res­pec­to de James Deen: él es un tío nor­mal, un tío co­mo él, pe­ro no es él. De nue­vo es un pro­ble­ma de con­fu­sión de los tér­mi­nos en el ser y el po­seer al creer que, co­mo es co­mo él, tie­ne de­re­cho a po­seer los mis­mos cuer­pos que el po­see (los fe­me­ni­nos) cuan­do, sí pre­ci­sa­men­te ha al­can­za­do la po­pu­la­ri­dad que tie­ne, es por es­ca­par de esa no­ción de po­se­sión. La ma­gia del se­xo que ex­pli­ci­ta Deen en pan­ta­lla es que no po­see cuer­pos sino que se con­for­ma uno con los cuerpos.

Por eso de­be­mos con­si­de­rar que James Deen no es só­lo un gran co­rre­la­to fe­me­nino de la mis­ma re­vo­lu­ción se­xual que se dio pa­ra la mas­cu­li­ni­dad en los 60’s ‑y, que afir­men lo que afir­men los he­re­de­ros de tal he­ren­cia, la mu­jer fue ex­clui­da de ella en for­ma de ob­je­to instrumentalizado- sino que es un pa­so más allá ha­cia una au­tén­ti­ca li­be­ra­ción de los cuer­pos se­xua­li­za­dos. Y lo es por­que no nos ven­de re­la­cio­nes de po­se­sión, de uso ins­tru­men­tal, sino que nos en­se­ña el ca­mino de un se­xo que va más allá de las con­ven­cio­nes aflo­ran­do en los de­seos que ob­vian to­dos los ta­búes en la con­for­ma­ción de dos cuer­pos que se ha­cen uno.

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