Los placeres y los días, de Marcel Proust
La humanidad se rige esencialmente por dos ideas básicas que descomponen sus existencias en espejismos absurdos de pulcra decepción: creer que todo tiempo, lugar o evento pasado fue mejor o creer que todo tiempo, lugar o evento pasado será mejor, necesariamente. Esa creencia de que toda vida es un evento crepuscular de su pasado más o menos inmediato, que aquello que se ha perdido ya sólo puede ser recuperado con el anhelo triste de la derrota, o que el sufrimiento se mitigará por el mero paso del tiempo que no requerirá de nuestra acción, como si todo futuro tuviera que ser algo netamente distinto de nuestro presente, es una triste cábala de la debilidad del espíritu de los hombres. El tiempo no es más que la medida subjetiva de todo hombre. Aun cuando podamos determinar que existen los días, los cuales se conjuntan en semanas y estas se agrupan en meses, ¿existe para el hombre alguna diferencia entre uno y otro día cuando es incapaz de diferenciar cuando comienza uno y cuando acaba otro sino por el intermitente proceso del sueño que caza inmisericorde al hombre. No existe. Y no existe en la medida en que éste, primitivo ante lo inconmensurable del tiempo, sólo sabe vivir fuera de sí mismo; buscando su tiempo perdido.
Hablar sobre tiempo perdido y recuerdos, de la futilidad tediosa de la vida y la larga concatenación de incontrolado fraseo poético, parece un lugar común que sólo la recursividad de un mal crítico podría permitirse al hablar de Marcel Proust. ¿Por qué no hablar de algo más original?¿Por qué no aprovechar estos pequeños cuento, por ejemplo Fragmentos de comedia italiana, para resaltar el fino sentido del humor que estila con sorna sin perder nunca ese punto justo de tono poético que insufla de vida cada instante?¿Por qué no atentar contra su legado afirmando que los poemas de Retratos de pintores y músicos son tróspidos entre lo tróspido demostrando un fraseo torpe, algo estúpido y sin sentido, que acaba por abotargar los sentidos en un estilo impropio para el rey de la (im)postura amanerada del ser poético? Por qué, preguntan ustedes, sin percatarse que en su por qué ya está todo porque: Eso no son más que detalles, destellos, pequeños fragmentos de un todo que se edifica en un proceso auto-digestivo que acaba siempre remitiendo a aquellas razones que consideran ustedes ya típicas; Proust es el aburrimiento, la memoria, el tiempo perdido y la poética cascada de verborrea incondicionada. Todo lo demás, detalles.
Y precisamente ustedes, lectores, si han entrado en esta particular entrada buscando un deceso ofensivo, una búsqueda completamente diferente de Proust, han caído en la emboscada que pergeñé en conjunto con el buen francés: ustedes están situados exactamente en el punto de sus personajes. Solos, casi nunca de obra pero siempre de espíritu, van buscando a tientas en la oscuridad los asideros que les permitan encontrar una emoción en la vida que no comprenden como tal; buscan lo nuevo no porque encuentren particulares placeres en ellos, sino porque hay algo en usted que les hace aburrirse de lo de siempre. ¿Se imaginan que se pudiera hacer una lectura alternativa del escritor del aburrimiento, del tedio, de la abominable levedad de los placeres y los días? Claro que la imaginan, pero no lo hay ‑o no al menos en Los placeres y los días. Todo son historias mejor o peor puntadas, (casi) siempre con el estilo soberbio del autor, pero siempre introduciendo la punta del dedo en la herida superante de la incapacidad de mirar al presente sin pensar en el pasado y el futuro, en el más allá del sí mismo.
Ustedes. Y digo ustedes pudiendo decir la humanidad, incluso pudiendo decir nosotros ‑pero, compréndame, ¿cómo iba a despersonalizar todo éste discurso incluyéndome cuando yo mismo soy el emboscador? Puedo ser igualmente víctima de mis argucias, pero sería al menos peculiar‑, pero siempre con la idea en mente de que no son necesariamente usted o aquel de más allá, tampoco la graciosa ligereza de aquella pizpireta señorita ni el turbio andar de aquel caballero de bigote, no; ustedes como universal, como ese algo que parece estar siempre atravesando el corazón de la mayoría de los hombres. Aun cuando estos pretendieran exorcizarlo de sí.
Su problema, el de aquellos que se ven supeditados por esta infección/posesión, sean personajes de Proust o personas reales, es que no saben en absoluto cuales son sus auténticos deseos en el mundo. Vagabundean de forma aleatoria, de forma casi cómica para aquellos terceros que les vean descomponerse entre estertores por unos fantasmas que han conjurado a la propia medida de su obsesión, para acabar siempre en la más completa de las decepciones al no alcanzarlo jamás. O al alcanzarlo y descubrir que es una fantasmagoría. Nada hay peor en este mundo que descubrir que nuestros deseos son una estupidez, que siempre hemos tenido aquello que realmente deseábamos ‑una persona amada, una familia, un libro; lo que sea- pero que lo abandonamos en favor de la fantasiosa aventura que nos arrojaría lejos el tedio que atenaza inconsolable nuestras vidas. Nada más lejos de la realidad: tanto más pretenden acercarse del deseo que les arrebata el espíritu, que ha ido conquistándolos poco a poco, más se alejan de su auténtico deseo. Nada es menos claro para el hombre que el deseo, el amor auténtico por algo, cuando le es tan sutil que no puede distinguirlo de la mera costumbre.
Este deseo estancado del hombre, esta persecución de deseos que no son más que las fantasmagorías que componen el pensamiento de lo que creen que es el auténtico deseo en sí ‑la aventura, la excitación, la novedad; lo que no es la costumbre‑, sólo les lleva hacia la infelicidad que produce el encontrarse sólo en el desierto sin la capacidad de enfrentarse contra sus inclemencias. Ese es el auténtico poso de Proust. El recuerdo en Proust es la medida a través de la cual el hombre se convierte en nómada, pues guarda dentro de sí aquellos deseos que fueron pero, aun cuando se acabaron, aun atesora dentro de sí; la memoria en Proust es, precisamente, el único método a través del cual pueden salvarse o condenarse los hombres a través de su propio pensamiento. Dan vueltas sobre sí mismo, sobre lo que creen y no sobre lo que es ‑ni siquiera cuando es para sí mismos- por su incapacidad de leerse su propio pensamiento. Todo es persecución de fantasmas y deseos, de placeres y días, de un mundo que nos arropó o arropará y un mundo que siempre nos ha arropado. ¿Quien es Proust? El hijo ilegítimo de la memoria que se vuelve auto-consciente de su poder para destruirse a sí mismo para conocer aquello que esconde bajo la cetrina piel que elude los rayos ajenos del centrípeto fin de la vida, descubrirse a sí mismo engullido por las arenas movedizas de la vida o caminando sobre ellas.
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