A veces resulta difícil concebir que los hechos abstractos de nuestra existencia son tan reales como los tangibles. Aquello que no podemos ver ni tocar, que es ajeno de nuestros sentidos, en ocasiones se nos puede antojar como algo irreal, no del todo en este mundo y, por extensión, como si nuestras leyes ético-morales no funcionaran del mismo modo en esos espacios no-físicos; cuando alguien se preocupa más por la situación de necesidad de un vecino que la de todo el continente africano no es porque sea un ente egoísta, ciego hacia cualquier consideración externa hacia su entorno, es que todo aquello que no está a la mano nos resulta, necesariamente, menos real. Lo mismo ocurre con la gente acomodada. Cuando los políticos o las clases acaudaladas muestran una completa incomprensión sobre el coste de la vida o la situación del mundo no están actuando de mala fe, sino que tienen una genuina creencia en que su contexto es lo real, lo que es normal para todo el mundo.
Nuestra comprensión de lo real viene determinada por lo que conocemos, de ahí que cuanto más abstracto o lejano sea algo menos real se nos antoja. Eso es lo que nos ocurre con Internet. Incluso cuando llevamos ya décadas habitando su espacio, con nuestra vida superponiéndose de forma flagrante entre el mundo físico y el digital, seguimos pensando en Internet como en un espacio no-real, como otro espacio. Ontológicamente, le damos la consideración de un mundo posible o un sueño, un espacio donde no somos del todo nosotros mismos, donde todo vale. Para desmontar ese mito sólo necesitamos pensar qué pasaría si un día nos levantáramos e Internet nunca hubiera existido, si todo hubiera sido nada más que un sueño: nuestro mundo se desmoronaría. Somos absolutamente dependientes de la red, en un sentido rayano lo patológico: nuestra información, nuestra vida social y nuestro tiempo de ocio pasan, en su mayor parte, por un plano puramente inmaterial. Cómo han cambiado nuestras vidas en el tránsito hacia esa dimensión solapada a la nuestra es lo que analiza Noel Ceballos en Internet Safari.
Sin perder de vista que ni es posible volver atrás ni seguir avanzando sin sacrificar parte de nuestra forma de entender el mundo, Ceballos disecciona cómo nuestras vidas están profundamente imbricadas en una realidad que insistimos en denominar como ficticia. Incluso cuando tiene consecuencias sobre lo que denominamos realidad. Nos muestra cómo no existe separación entre ambas cosas, como la carne y el metal, el mundo analógico y digital, están fusionados de tal modo que se hacen inseparables entre sí, pero olvida una cosa: la gente no sólo se esconde detrás de una máscara en Internet —como afirma de forma brillante en su primer capítulo — , ya que en la realidad las personas tampoco muestran su verdadera identidad. La diferencia radical es cuan visible es, ya que en Internet nadie sabe que eres un perro.
No existe diferencia en cómo nos comportamos en Internet o en persona. La diferencia radical es hasta donde nos permitimos llegar, hasta dónde permitimos que nuestra persona —como máscara, siguiendo la terminología junguiana— se apodere de nuestro yo. Partiendo de que la persona es nuestra manifestación social, aquello que hacemos para encajar en sociedad, se hace patente porqué las personas se vuelven más extremas en Internet: es considerado un espacio no-real, un lugar donde las consecuencias se diluyen. Salvo para quien las sufre. En Internet podemos ser más atrevidos, apasionados o violentos porque no tenemos que sufrir la censura del otro de forma directa, pero incluso si la sufrimos es de menor grado; no es lo mismo que nos afeen nuestra conducta a través de una red social a que lo hagan cara a cara. O en un juzgado. La amenaza implícita resulta evidente, ya que nos estamos sobreidentificando con nuestra persona —con aquello que proyectamos; nuestros gustos nos definen, incluso si nunca son tan coherentes como el relato que hemos elegido contar de nosotros mismos: siempre dejamos aspectos de nosotros mismos fuera, aquellos que no encajan del todo con nuestra imagen — , hasta el punto de creer que nuestra máscara es la totalidad de nuestra identidad. Que no lo es.
En tanto estamos en Internet, resulta conveniente explicar las consecuencias de la sobreidentificación con la persona a través de la unidad básica de información de esta dimensión: el gato. Imaginemos un gato hipotético llamado Nyan, sin ninguna particularidad salvo ser mi gato. Ahora imaginemos que Nyan, con sus patitas, pasea por el teclado y, contradiciendo toda probabilidad, escribe «Si una noche de invierno un viajero» mientras yo lo grabo en vídeo. Vídeo que subo automáticamente a Internet. Si un individuo decide acercarse a otro enarbolando su teléfono para enseñarle un vídeo de Nyan imitando a Italo Calvino, no es nada más que un vídeo de un gato haciendo algo improbable; si ese gesto se repite varios millones de veces, entonces podemos asegurar que Nyan ha dejado de ser sólo un gato: ahora es un meme, una unidad mínima de información, un concepto compartido por la suficiente cantidad de gente como para estar cargado de significación por sí mismo. No importa quién sea ese gato, sino lo que hemos canalizado a través de él. Ese gato, Nyan, ya no es sólo un gato, porque ni siquiera es el gato de alguien, mi gato, o un gato cualquiera, un gato en su gateidad: es la totalidad de gatos posibles que hacen tonterías en Internet, una medida de conocimiento compartido. Su identidad se ha diluido, ahora no es nada más que una moneda de cambio en forma de conocimiento basura. Ha sido asimilado por su persona.
Esas son las consecuencias de considerar Internet como un espacio no-real. En tanto todo ser humano se proyecta a través de los otros, de la mirada ajena, cuando su persona fagocita su yo se ve obliterado de toda personalidad, desarrollando una psicopatología: el individuo carece de intimidad, es sólo información a consumir por los demás. Carece de crítica o pensamiento, salvo lo que el individuo crea que la sociedad espera de él. De ahí que Internet no sólo ocupe un espacio real, sino que también es un terreno de intestinas luchas políticas; controlar Internet es controlar mucho más que la información privada de las personas o sus hábitos de consumo, es también controlar su pensamiento.
A veces un gato es sólo un gato. En otras ocasiones, un gato puede ser una perfecta metáfora de la guerra psicológica que se lleva desempeñando en el campo político desde mucho antes de que existiera Internet, desde que un individuo quiso imponerse sobre los demás no sólo haciendo uso de la fuerza bruta para ello. Y ya que Internet está hilvanado de forma profunda con nuestro espacio físico, hoy más que nunca se hace imprescindible cartografiar el campo de batalla. Aunque, en tanto intangible, en ocasiones se nos pueda antojar infinitamente alejado de nuestras vidas.
Deja una respuesta