Freaks of the Heartland, de Steve Niles
¿Donde es el lugar en el cual la esperanza de las personas se puede trastornar en el más amargo dolor conocido por el hombre? En un valle perdido en lo más profundo ‑geográfica y socialmente- de Estados Unidos todas las mujeres se quedaron embarazadas a la vez dando a luz a unas entidades deformes que jamás pudieron reconocer como sus hijos, aun cuando lo eran. Fruto de Satanás, de las bombas, de la civilización; je ne sais quoi. Podríamos decir, sin ningún temor a equivocarnos, que Freaks of the Heartland es un intento, siempre infructuoso, de comprender que es lo que ocurre realmente en una comunidad rota en silencio, descompuesta por sus propias reglas, a través de años de mentiras y auto-engaños; es la historia de los hijos de la oscuridad, de los que nacieron tarados de algún modo y son incapaces de satisfacer las necesidades sociales de cuantos les rodean. Y, a partir de ahí, lo único que hace Steve Niles es tirar convenientemente de la madeja para desnudar sistemáticamente a sus sufrientes personajes: los niños por deformes físicos, los adultos por deformes sentimentales.
Esta es la historia de un pueblo condenado, auto-condenado, que descubrió demasiado tarde que es imposible eludir el mundo. Nadie sabe por qué nacieron estos niños deformes, pero menos aun saben porque siguen manteniéndoos con vida encadenados en graneros y sótanos; sienten que son su simiente, que son su error, y su existen se presenta como un recordatorio constante de sus propias vidas. Si generalmente Steve Niles tiende hacia un terror mucho más literal, más presente físicamente, aquí el auténtico terror es puramente sentimental, el pánico a las expectativas incumplidas, al presentarse una realidad tan adversa que no hay forma posible de aceptarla según nos es dada. El nacimiento de media docena de monstruos está más allá de lo que cualquier (micro)sociedad puede tolerar.
Ahora bien, a lo largo de todo el cómic se va planteando la duda de si ese terror está inducido realmente por un pánico real hacia sus hijos, esos pequeños monstruos, o si en verdad no está producido por un terror hacia afuera. Un ejemplo que no por sutil deja de ser paradigmático es cuando el sheriff riñe de forma severa a un habitante por avisarle gritando que hay un incendio reclamándole una calma absolutamente impropia a la situación: para él todo debe darse con calma, de forma sistemática e ideal; todos los agentes de la cadena deben actuar de forma precisa, obviando cualquier cosa que no sea el sistematismo propio de la conjunción comunitaria. No hay posibilidad de llamar a la ciudad para que les ayuden, cualquiera externo es automáticamente definido como una amenaza y, por extensión, todo cuanto proceda de allí es la conformación propia de algo que es, potencialmente, el destructor de cualquier forma posible de organización. Los personajes parecen encontrarse sumidos en medio de un universo cosmicista que les condiciona hacia formas totalizadoras de organización con el cual crear un orden absoluto dentro una realidad que sólo conoce el terror y el caos.
¿Por qué se defienden entonces de un universo cosmicista, un universo sin sentido posible, creando sistemas sociales organizados? Porque, por un principio dualista, si edifican una muralla al límite de su Orden Social dejan más allá el Caos Cósmico; sólo en tanto crean su propio cosmos ordenado funcional son capaces de articular un espacio donde el ser humano puede habitar de forma autónoma al universo. De éste modo el único modo de que jamás se quiebre esta libertad autónomo-funcional es mediante la exclusión constante, mediante el orden absoluto en sus vidas, articulando sus vidas enteras conforme a una ley imperativa de orden frente al caos.
El nacimiento de los niños ‑deformes, afuncionales, caóticos: no ordenados- supone la ruptura de ese orden natural que articulan en el seno de su sociedad; el caos se encuentra infiltrado de forma sistémica en la sociedad. En éste momento, en el momento que los reconocen como sus hijos y no son capaces de matarlos ‑aunque, por otra parte, sí de encerrarlos‑, simplemente sostienen la misma política que llevaban hasta el momento: dejar fuera de la sociedad todo aquello que no sea un agente normalizado y normalizador de la sociedad. Al diferente no se le mata, no siempre, sino que se le acorrala, se le encierra y se le oculta de la mirada de los demás. De éste modo los habitantes de esta pseudo-idílica heterotopía articulan una serie de no-espacios dentro de su no-espacio, crean zonas de exclusión dentro de su habitat de exclusión, donde relegar todo aquello que no les es beneficioso, constructivo o siquiera agradable dentro de sus cánones de perfecta estructuración social; el monstruo no es monstruo por ser deforme, el monstruo lo es por diferente, por no ser funcional como el sistema desea.
Nada más se puede hacer cuando se es repudiado de la sociedad que huir de ella buscando aquel lugar donde podamos ser libres. Es por ello que, finalmente, Freaks of the Heartland es la huida imposible de un no lugar, del corazón de la tierra, hacia un lugar donde ser diferente no sea motivo de exclusión, de obliteración de cualquier noción de realidad; lugar que por definición no existe. Precisamente por miedo al caos, a la naturaleza desatada que nos destruirá, nos articulamos en sociedades restrictivas que nos oprimen y conforman según los deseos de una mayoría que aplastan de forma sistemática los deseos y, lo que es peor, las conformaciones existenciales de las minorías que se muestran afuncionales. Pero donde está la trampa está el hogar y, por ello, en tanto la huida es imposible, pues siempre caeremos constantemente en nuevas heterotopías, al menos sí podemos buscar la que más nos conviene o crear la nuestra propia donde nuestras diferencias sean fruto soberano. El cosmos es el caos donde sus habitantes deben regir su propio orden constitutivo.
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