El gato negro, de Ito Yukari
Nada existe en el mundo más terrible que aquellos horrores que se esconden en la oscuridad acechantes que, aun en su cotidianeidad, se convierten en verdades terribles de nuestro mundo. Aunque todos sintamos un alborozo inmenso por los metafóricos monstruos conformados por vampiros, hombres lobo, toda clase de espectros y casas encantadas hemos de admitir que hay terrores más profundos, y literales, que estos anidando junto a nuestras casas; las pesadillas cotidianas están tan cubiertas de polvo y óxido en el ideario como terror producen en el día a día la posibilidad de caer en ellas. Aunque nadie crea que pueda pasarle caer en el círculo vicioso de cualquier forma de adicción, la perdida de todo lo material que poseamos sobre la Tierra o incluso el ver como nuestra libertad se ha volatilizado, todo ello de la noche a la mañana, todos estamos siempre caminando entre estos abismos entre lo que, bien que mal, todos podríamos caer en un mal momento por nuestra debilidad o insensatez en el pasado. Y todo tiene consecuencias.
Si hay un escrito que ha conseguido retratar ese proceso de caída al abismo, si es que obviamos al ya clásico Franz Kafka, sería el no menos clásico Edgar Allan Poe. Las articulaciones del terror de Poe, aunque siempre se basen en algún elemento sobrenatural, acaban por partir de algún hecho de la propia condición gregaria de los seres humanos; en Poe toda relación de terror se produce desde la perversidad. No hay en ningún caso un terror más allá de la realidad, un monstruo que deshaga cuanto es puro en el mundo, sino que los personajes protagonistas de sus historias son ese terror, lo cual produce que el elemento fantástico sea sólo sea el profeta de su desdicha. Ahí entra en juego la perversidad porque, en Poe más que en nadie, sus personajes son ajusticiados (y culpabilizados) en sus conatos de perversidad.
Es por ello que en El gato negro lo menos importante es Plutón, el gato negro que da nombre al relato, ya que él sólo es el profeta dado de su desdicha. El personaje principal de la historia miente, destruye y oblitera todo cuanto es puro ‑o, al menos, cuanto no es perverso- en el mundo sin justificación más allá de un descontrol absoluto de sus propias decisiones. El alcoholismo de este desdichado arrasará de éste modo con la vida de Plutón, la de su hacienda y, finalmente, con la de su mujer en una irónica espiral hacia su completa destrucción. Como un El corazón delator fundado bajo unas razones más fuertes que la enajenación mental transitoria, El gato negro es una historia de como un hombre incapaz de mediar con su realidad inmediata, de satisfacer sus deseos más inmediatos y simples, se precipita hacia la oscuridad profunda del estancamiento de sus deseos; su adicción es, en último término, el fruto de su incapacidad para gestionar de modo adecuado los deseos reprimidos que acontecen en relación con la ausencia de sexo con su mujer, en exceso pura para sus fantasías.
El manga de Ito Yukari, dibujante de trazo ligero pero elegante, se recrea en la crapulencia creciente de éste monstruo cotidiano que tiene por protagonista la historia. Si Terence, el protagonista de la historia, comienza canalizando sus frustraciones maritales a través del alcohol no tardará en pasarlas a través la infidelidad con una prostituta extremadamente parecida a su mujer; el deseo se estanca hasta hacerse hediondo y errado en la concepción del auténtico deseo de sí al canalizarse hacia objetos de deseo que, en realidad, no se desean. El maltrato hacia la prostituta y su mujer, o las brutales agresiones contra Plutón, recreadas con una ciertamente repugnante pulcritud, se van sumando hasta acontecer en el vengativo final donde el gato, fuente sobrenatural, es ejecutor de la condenación final del monstruo de la historia.
Pero el gato no sería una mera fantasía de la entidad que se convierte en profeta de la caída del mal, sino que también ejercería un papel protagonista como mediador de esa (des)localización del deseo. Este se ve con un ojo perdido primero, ahorcado después, de una manera impulsiva en un arrebato etílico de Terence en el que le acusa de ser el culpable de la excedencia en la pureza de su mujer; proyecta la imposibilidad de su propio cumplimiento del deseo real en una figura que es alegorizada como amante, sustitutivo del sexo auténtico. Esto no tendría sentido sino fuera porque de hecho el deseo imperante no es tanto el sexo en sí ‑que, por otra parte, está siempre presente- como el hecho de tener un hijo: el gato negro ejerce de fuerza localizadora sustitutiva de un auténtico bebé que nunca llega porque se impone como fuerza que hace innecesaria la llegada de ese acontecimiento. Por ello las agresiones de Terence hacia Plutón son brutales, extremadamente gráficas en su violencia, pues canaliza sobre él todos los deseos que ha estancado en su imposibilidad para gestionar de forma adecuada las crisis deseantes en el seno de su matrimonio. El resto son las pseudo-abluciones de una mente perversa en estancamiento.
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