Re-Animator
Stuart Gordon
1985
Toda adaptación debe buscar el modo de dotarse de sentido propio, de encontrar su significación sin acabar traicionando la esencia original. Aunque basado en Herbert West: reanimador, relato de H. P. Lovecraft —autor weird por excelencia, aunque con unas coordenadas intraducibles en imágenes: sus horrores innombrables pierden toda su potencia de poder ser visibilizados; los primigenios nos aterran no por no poder imaginarlos, sino porque incluso descritos nos resulta imposible hacerlo — , el director y guionista Stuart Gordon traiciona el original para trascender los principios básicos del autor: donde el relato reflexiona sobre los peligros de jugar con las fuerzas naturales, su adaptación está más interesada en reflexionar sobre los límites de la corporalidad y lo que se pueda considerar como existencia autónoma. El tema no es la muerte o la muerte de la misma mortandad, sino la vida como punto límite de la naturaleza.
El transfondo no es lo único que traiciona. Con un tono de opera bufa, más próximo al grand guignol que al terror gótico, los intestinos vivientes con ansias homicidas y los momentos de erótica festividad recorren con aspavientos y chuchufleta la totalidad de la película; traiciona el concepto para llegar más profundo, se aleja de Lovecraft para apropiárselo. Cualquier acercamiento respetando paso por paso la actitud cerrada y victoriana del autor hubiera sido anacrónica, si Re-Animator funciona es por haber sabido dar por muerto el original y revivirlo con otras cualidades distintas.
La historia debe ser también reanimada, no se puede adaptar paso por paso sus intereses, y por eso su reflexión subyacente gana en intensidad durante el proceso. Podemos entender la película como una metareflexión sobre la adicción como muerte en vida (el adicto como cadáver, inactivo sin su objeto de deseo —que no necesariamente por qué ser droga, pudiendo ser cualquier cosa que lo mantenga estancado — , volviendo a estar activo sólo tras consumirla) o como una historia de amor (el amor, por la ciencia o una persona concreta, que trasciende la muerte); todo ello sin excluir la reflexión original, el peligroso absurdo de pretender jugar con las leyes de la naturaleza a través de la ciencia. No somos dios y existen cosas que no deberíamos saber.
«En los eones del porvenir aun la muerte puede morir» —dijo Lovecraft a través de su Necronomicón. Esa es la muerte tras la muerte: la negación de la muerte por parte de los enamorados o de los sumergidos en una relación de adicción, quienes están en flujo o estancados, porque nunca se muere en el corazón de la persona amada o porque dan puerta su propia existencia. Pero si traiciona a Lovecraft lo hace hasta el final, ¿por qué no permitir que la muerte muera? Si lo único en que coinciden el amor y la ciencia es en ello, ¿por qué no asumir todos los límites conocidos, incluso los de la vida o la autoconvicción, es la esencia última del hombre? Todo hombre es su propio dios y la única muerte absoluta es abandonar quien se es realmente por el camino.
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