Si bien las masas son siempre anónimas, no sufren de menor anonimato aquellas nacidas mujeres. Durante toda la historia se las ha silenciado, borrado de los libros, haciendo ver mínimo el papel que han ejercido en ella; incluso cuando se las ha elevado hasta el lugar de figuras míticas, bien sea porque son la libertad guiando al pueblo o libertadoras de cuchillo en mano, se ha tendido siempre a olvidar contar sus logros: aunque todos conocemos a Maximilien Robespierre, no ocurre lo mismo con Charlotte Corday, a pesar de que los dos mataron por una revolución que carecería de significado sin la presencia de cualquiera de los dos. ¿Por qué se considera inaceptable la posibilidad de no conocer el nombre de Robespierre, cuando rara vez se recuerda el de Corday? Airear la exclusión de la mujer de los anales de la historia no es ya una reivindicación necesaria por justicia o venganza, sino también por revelar la auténtica problemática oculta tras el método historiográfico: cada mujer cuyo nombre ha sido obviado es una pieza que se nos ha escamoteado del edificio llamado cultura.
El compromiso que adopta para sí Jules Michelet con la mujer, con la idea y figura de mujer, no tiene tanto una condición histórica, lo cual supondría que todo su interés radicaría en hacer justicia hacia las mujeres por sus logros particulares y, por ello, requerir ser considerados sus servicios prestados, como filosófica: al considerar la historia como ciclo donde el hombre está imbricado de forma profunda —sin humanidad no hay quien registre la historia, aunque no sólo de ella emane la misma: la naturaleza y la cultura, como agentes independientes, también repercuten en ella — , el papel de la mujer es paralelo al suyo por su importancia en los acontecimientos específicos, que sería la reivindicación evitada por el autor, sino porque en su esencia misma está codificado aquello que las hace parte de ella: en tanto la mujer es partera, dadora de vida, ignorar su papel supone pasar por alto toda condición de existencia de la historia. Sin mujeres no habría historia, porque sin mujeres nadie habría traído al mundo aquello que es el mundo.
Partiendo de esa premisa, lo que hace Michelet es considerar a la mujer en su condición esencial particular para entender el porqué de su valor personal: cada mujer es única, pero todas comparten un ardor que les es común. He ahí que pueda analizar con igual rigor a las mujeres en grupo o en solitario, en relación con los hombres o en soledad, para hacer retratos de sociedad. Primero fueron Juana de Arco y las brujas, ¿quiénes serían después, como son todas ellas? Mujeres de la revolución.
Tratar las mujeres de la revolución, francesa, a través no de sus hombres, ilustres, sino de sus actos, no siempre nobles, es la apuesta de Michelet para su concepción de la feminidad en la historia. Su pretensión es mostrar como sin la participación femenina, como colectivo y particular, la revolución no podría haber ocurrido; también como por ellas, hasta cierto punto, pudo haber sido abortada: del mismo modo que dan vida, que asisten en el parto de la historia, a veces también deciden ahogar a la recién nacida mientras aún aprende a respirar. Para lograr su propósito va alternando entre pequeñas estampas biográficas, momentos históricos determinantes y reflexiones generales para darnos no sólo la imagen de las mujeres implicadas en la revolución, sino la demostración de como la revolución misma queda incompleta e incomprensible si estas son eliminadas del cuadro. Lo sorprendente es que ese ordenamiento no responde a ningún orden cronológico, sino puramente eidético; nos muestra la revolución en su totalidad a través del montaje de los acontecimientos de sus actores de forma no-temporal —no haciendo un barrido general parándose en los grandes nombres, como es común — , haciendo explícito el pensamiento filosófico que queda desnudo ante nuestros ojos en su desarrollo.
No es una boutade celebrarlo como filósofo, como no excluye serlo que también sea historiador: es historiador por aquello que tiene de rastreador de motivos, de reconstructor de épocas y tiempos; es filósofo porque todo ello lo hace desde una premisa que nos muestra, explicita y desarrolla a través de su reconstrucción. ¿Cómo logra alcanzar la excelencia en ambos campos? Haciendo que los dos se retroalimenten, que no sean independientes o mutuas emanaciones cerradas con respecto del otro. Al conseguir ese direccionamiento explícito, haciendo ver su planteamiento a través de su exposición, nos muestra aquellas bases a través de las cuales trabaja, reordena y da sentido a la historia.
Si la historia sólo puede ser construida por humanos, lo lógico sería que ellos explicitaran las condiciones a partir de las cuales la reconstruyen: si la objetividad es imposible al no existir distancia, la honestidad obliga a mostrar nuestro método desnudo.
Lo que hace Michelet se nos hace evidente entonces, porque descubrimos que no habla de la mujer como dadora de vida en sentido literal tanto como metafórico; mientras el hombre caza y cultiva, la mujer fabula y crea juegos, dioses e ideas: por supuesto, aquí cabe entenderlo de nuevo no de modo literal, sino como un juego de posibilidades. Es imposible imaginar el triunfo de la revolución sin las mujeres, porque si ellas hubieran educado a sus hijos en los valores del antiguo régimen hubiera acabado cayendo la república; del mismo modo, es inconcebible tal triunfo si ellas se hubieran opuesto hasta el punto de que, entre la extinción y la república, eligieran extinguirse. Todo ello son elecciones que también pueden hacer los hombres, que el propio Michelet asume para sí desde otro camino —al convertir la historia en una novela, cosa que hace aquí como hizo siempre, asume lo que consideraría su esencia femenina, creadora, por encima de su esencia masculina, dada a la acción — , y por eso es Mujeres de la Revolución y no Mujeres en la Revolución; no asistieron a los acontecimientos, sino que crearon la revolución, le dieron vida, en la misma medida que lo hicieron los hombres.
Si leemos entre líneas su obra, si vamos esquivando lo que parecen obviedades o delitos contra la historiografía, nos daremos cuenta que la premisa esencial de Michelet es aquella que definió a la disciplina durante el siglo XX: hay tantos actores en la historia como entidades intervienen en la misma. Aunque sea de perogrullo, fue Michelet el que dedicó su vida en demostrarlo. Con él tuvieron voz el pueblo, la mujer, el mar y el estudiante, nadie les había escuchado hasta entonces fuera de las novelas —que adoraba y tomaba por referencias validas de un tiempo, una época, un pensamiento— e, incluso en ellas, no dejaban de ser considerados elemento de segundo grado en valor.
El mérito de Mujeres de la revolución no es sólo histórico o metodológico, sino también filosófico: nos demuestra que incluso lo más insignificante, incluso una tormenta o una cocina, pueden cambiar el rumbo de una historia que no siempre está escrita en grandes letras. Creer lo contrario es ser cazados por la trampa del cazador y querer hacer pasar nuestro tropiezo por un afortunado triunfo de la inexistente voluntad regidora de la historia.
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