Nuestras acciones son fútiles, pero importantes. Como individuos nuestro poder está siempre delimitado por el contexto, por el círculo interior sobre el cual tenemos alguna clase de autoridad —si es que lo tenemos, en último término — , pero eso no significa que nuestro poder sea limitado: en tanto podemos afectar a nuestro entorno inmediato, en tanto podemos contagiar patrones e ideas en otros, podemos hacer que aquellos que nos son más próximos contagien esas mismas pautas en otros que les son cercanos a ellos. A través de redes relacionales, con el tiempo suficiente, podemos cambiar el mundo a través de nuestros actos. Puede que no seamos nada más que una gota en la inmensidad del océano, pero el océano no es nada más que una cantidad inmensa de gotas.
De gotas, o de historias, está conformado El atlas de las nubes. Siguiendo una estructura piramidal, donde cinco historias nos son narradas sólo hasta la mitad y una central en su totalidad para luego narrarnos lo que queda de las restantes en orden inverso, el único nexo común entre cada uno de los relatos es que cada protagonista posterior puede leer al menos la mitad de la historia de su predecesor; dónde se sitúa el terreno de lo real y lo ficticio, sin adentrarse jamás en el campo de la metaficción, es la pregunta que hace y no le importa en absoluta a El atlas de las nubes: salvo en la última historia, la consecuencia del conocimiento de los personajes anteriores no tiene consecuencia alguna sobre la historia. Son guiños para el lector, para que se sienta participe de una historia que no avanza hacia ninguna parte. Su metatrama es endeble, apenas sí una excusa para articular relatos en diferentes épocas con un subtexto común, pero aquello que nos quiere contar nos lo repite hasta la náusea.