Nuestras acciones son fútiles, pero importantes. Como individuos nuestro poder está siempre delimitado por el contexto, por el círculo interior sobre el cual tenemos alguna clase de autoridad —si es que lo tenemos, en último término — , pero eso no significa que nuestro poder sea limitado: en tanto podemos afectar a nuestro entorno inmediato, en tanto podemos contagiar patrones e ideas en otros, podemos hacer que aquellos que nos son más próximos contagien esas mismas pautas en otros que les son cercanos a ellos. A través de redes relacionales, con el tiempo suficiente, podemos cambiar el mundo a través de nuestros actos. Puede que no seamos nada más que una gota en la inmensidad del océano, pero el océano no es nada más que una cantidad inmensa de gotas.
De gotas, o de historias, está conformado El atlas de las nubes. Siguiendo una estructura piramidal, donde cinco historias nos son narradas sólo hasta la mitad y una central en su totalidad para luego narrarnos lo que queda de las restantes en orden inverso, el único nexo común entre cada uno de los relatos es que cada protagonista posterior puede leer al menos la mitad de la historia de su predecesor; dónde se sitúa el terreno de lo real y lo ficticio, sin adentrarse jamás en el campo de la metaficción, es la pregunta que hace y no le importa en absoluta a El atlas de las nubes: salvo en la última historia, la consecuencia del conocimiento de los personajes anteriores no tiene consecuencia alguna sobre la historia. Son guiños para el lector, para que se sienta participe de una historia que no avanza hacia ninguna parte. Su metatrama es endeble, apenas sí una excusa para articular relatos en diferentes épocas con un subtexto común, pero aquello que nos quiere contar nos lo repite hasta la náusea.
Todas las tramas se resuelven con un descubrimiento, un gesto comunitario contra la evolución tecnológica que nos lleva a la comunión con la naturaleza y nosotros mismos. Actos de neoprimitivismo. Las tribus son pacíficas hasta que llegan los europeos, del mismo modo que el egoísmo de los genios y los poderosos acaba siempre aplastando la voluntad comunitaria de los hombres. Sólo el gesto desinteresado de los individuos concienciados, que saben que la naturaleza es nuestra compañera y debemos vivir en perfecta armonía universal, puede cambiar el destino de un mundo condenado a la ruina por la codicia de los hombres: ese es el mensaje que pretende transmitirnos David Mitchell, eso es lo que nos repite seis veces sin variación alguna en seis escenarios diferentes.
Burdo en la forma, burdo en el contenido. El atlas de las nubes busca edificar sus ideas no a través de reflexiones o una posición crítica al respecto de sus premisas, sino de la aceptación ciega de la bondad del cosmos. Todos los protagonistas son la reencarnación del anterior, caracterizado a través de la marca de nacimiento de un cometa que comparten todos, del mismo modo que todos o bien se sacrifican como mártires para extender su mensaje —produciendo que llegue hasta los demás a través de su sacrificio, aunque sea de forma indirecta— o logran sus objetivos al liberarse de las cadenas del sistema opresor, poniéndolo en evidencia. ¿En algún momento crean un mundo nuevo, diferente, mejor? Mas al contrario, lo único que hacen es regresar a un mundo antiguo: romper con lo presente sólo les sirve para volver a modos de vida comunitarios donde el esclavismo no está institucionalizado, pero somos igualmente esclavos de la naturaleza. Se deshacen de las estructuras disciplinarias de la sociedad moderna para caer en las estructuras de supervivencia de la naturaleza. Las consecuencias están claras: si para volver a ser humanos debemos dar dos pasos atrás, entonces debemos volver a ser animales.
Inconsistente en grado sumo. El mensaje de Mitchell es tan naïf, tan cargado de buenos propósitos, tan inconsistente con sus propósitos —el ideal de sociedad que propugna de forma constante implica una vida breve, agónica y dedicada al trabajo para la supervivencia — , que acaba cayendo en conclusiones que contradicen su propia premisa. «Es mejor un sistema de supervivencia que un sistema de esclavismo, porque al menos el primero es natural» —parece querer decirnos el autor. De ser así, entonces su solución pasa para la vida inauténtica pasa por volver al tiempo donde la única posibilidad existencial es el trabajo constante de la tierra y el riesgo de morir incluso antes de haber podido dar cuatro pasos por nosotros mismos. No existe diferencia alguna entre un sistema de supervivencia y uno de esclavismo, porque en último término ambos se basan en el trabajo constante —incluso cuando convierte el consumo en un modo de producción, algo común en la contemporaneidad— para fuerzas irracionales que no tienen en cuenta nuestros deseos o necesidades como único medio existencial válido.
Odiar la tecnología es una opción como otra cualquiera. Es una premisa legítima. Ahora bien, ni el new age ni cualquier otra clase de pensamiento débil nos llevará hacia ningún lugar que no sea una vida breve, dolorosa e injusta, ya que nada en la naturaleza es, en esencia, bondadoso o pernicioso. Las personas pueden creer éticamente responsables a través del conocimiento, de la tecnología, de la cultura, porque cuando no tengan nada que llevarse a la boca poco importará el bienestar del que tengan al lado: entre el vecino o nuestra familia, siempre ganará nuestra familia.
Ese es el problema de volver a la naturaleza, que ella no es un ser vivo y no se encargará de proveernos con todo lo que necesitemos para que seamos buenos, felices y puros. Necesitamos cultura porque, en el cosmos, estamos solos. Y eso es más aterrador que cualquier fuerza opresora, racional o irracional, que pueda pretender esclavizarnos.
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