Es difícil explicar el valor de los valores abstractos. El amor, la mística o la metafísica son elementos con puntos próximos pero que, en último término, se articulan en común por la imposibilidad de su reducción en cálculo; son experiencias que trascienden lo cuantificable o lo experimentable, lo científico, para convertirse en verdades propias de lo humano irreductibles a su propia esencia. En tanto su significación es personal, no universal, no pueden explicarse. O no de forma directa. Sólo cuando damos un rodeo, cuando hacemos ver a través de actos o ejemplos o metáforas los acontecimientos vitales de esa imposibilidad, es cuando podemos comunicarlos: sólo podemos conocerlos por experiencia vivida en primera persona, o cuando la experiencia ajena remite a la familiaridad con respecto de nuestra experiencia. He ahí la articulación en común. Sólo si aceptamos la imposibilidad de comunicar nada profundo, demasiado humano, a través del lenguaje directo, es cuando comenzaremos a hablar en el contexto de lo místico o lo poético que nos permita transmitir nuestras experiencias.
Jules Michelet, como es norma en él, aborda la dimensión histórica en Juana de Arco no como hechos acontecidos de forma fáctica, constatada, sino como realidad supuesta que le vale para hablar de la universalidad, o la naturaleza, humana que reside en la historia: no intenta objetivar los hechos, no busca constatar la veracidad de los argumentos, sino que esgrime su singularidad como método para analizar el presente de aquel pasado que visita. Visita porque no ejerce de validador de la historia, sino de paseante. Como flâneur, figura tan francesa como Michelet, se pasea por la historia dejándose inundar de forma sutil por sus flujos secretos sin contenerlos con los diques del racionalismo entendido como cientificismo, la razón como ejecutor.
Juana de Arco no es representada ni como ingenua ni como imbécil, pero tampoco se hace exaltación de sus visiones o de su religiosidad: lo interesante es lo que logra, no juzgar su fe o la adecuación de la misma. Son dos dimensiones separadas. Partiendo de tal premisa, Michelet reconstruye su vida a través de testimonios y actas y trabajos historiográficos para saber por qué aconteció aquello, cuando la lógica histórica dicta que era imposible que ocurriera; aunque no juzga, no se puede decir que sólo presente los hechos: su forma de presentarlos establece, de facto, un juicio. Su anti-clericalismo resulta evidente, no así su filosofía. A Juana de Arco se le llama muchas cosas y esas cosas son las que visualiza, desde una perspectiva crítica, el autor: es bruja, santa, mujer; es eso, ser mujer, lo que la hace especial en último grado: su arrojo es cándido, puro, no espoleado por una ausencia de razón sino todo lo contrario, por una razón lúcida y cristalina. Si está bendecida no es por las visiones que pueda tener, sino por su férrea lógica contenida a pensar de no ser «nada más que una pastorcilla». No establece un juicio de la figura, sino del contenido histórico-esencial —o lo que es lo mismo, qué importancia tiene como representación de los movimientos históricos en tanto reflejo de la condición humana— de su vida.
¿Cual es el juicio (histórico) que ejerce al respecto de Juana de Arco? Que es mujer. Lejos de la obviedad, debemos entender qué entendería Michelet por «mujer»: aquella que se quedaba en casa mientras el hombre cazaba, aquella con tiempo para parir todo cuanto existe: los hombres, las plantas, los dioses. ¿Es el hombre quien los trae al mundo? No: el hombre se los apropia al descubrir su poder, pero la mujer es la única que los ha amamantado y educado y, por ello, conocido de forma íntima. He ahí la lectura que hace Michelet de la mística de La Doncella, alejada del literalismo religioso para aproximarse al metaforismo metafísico, a la filosofía.
El otro juicio paralelo, es el que acontece con respecto de Juana de Arco. Aquí resulta curioso, cuando no malicioso, fijarse que en La bruja nos decía Michelet que la iglesia confiere a los médicos poder sobre los cuerpos para luchar contra las brujas, renunciando en el proceso a la doctrina de la vida en los cielos por encima de la vida terrenal. Curioso porque el argumento de la iglesia en el proceso contra Juana de Arco no es sólo común al de los médicos, sino también al que esgrimirán los positivistas: el que tiene visiones es loco, irracional, atenta contra la normalidad; el místico es loco, irracional, atenta contra la normalidad. Normalidad, entendido como la cosmovisión que permite preservar el poder en aquel que juzga aquello dictado como normal.
Aquí cabría hacerse una pregunta legítima, ¿es Juana de Arco santa o bruja u otra cosa? Es sólo una pastorcilla, como ella dice. Es mujer, por mujer dadora de vida, y que oyera a Dios y los arcángeles y las santas porque estaba loca o porque los oía de verdad o porque no oía nada pero era inteligente como para saber que era la mejor herramienta que disponía para conseguir sus objetivos —para los escépticos, esta es la tesis que se desprende de la lectura que acaba desarrollando entre lineas Michelet: era demasiado lúcida como para que fuera pura candidez beatífica— es puramente incidental; oyera algo o más bien nada, no importa: lo que importa son los hechos, lo que llevó acabo. Centrarse en su misticismo o su locura es pretender negar la verdad por venir de alguien que aborrecemos. Lo que sabemos es que liberó a Francia de los ingleses no a través de las armas, que se habían depuesto ante ellos, sino a través del mito. Tuvo que convertirse en figura mística y santa y bruja y parirse a sí misma como mito para que Francia, re-nacida en la carne de La Doncella, derrotara a Inglaterra.
Si pretendemos buscar a función esencial del misticismo —englobando en él, también, mitos y magia — , del amor o la metafísica, en Juana de Arco, de la mano de Michelet, se hace evidente: manipular la realidad para convertirla en otra cosa, para llegar más allá del punto estanco en el que nos encontramos en un momento dado. Porque cuando la ciencia nada puede hacer, aún esgrimimos la posibilidad del renacer.
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