Todos somos presa de nuestras circunstancias. En tanto no nacemos con un carácter ya forjado, pues ante del aprendizaje no somos nada más que un cúmulo de potencialidades, eso también significa que, lejos de ser entes inmutables, siempre cabe la posibilidad de cambiar dentro de ciertos parámetros predefinidos. Evolucionar, más que transformarnos. De ahí que todo cuanto somos sea dependiente de aquello que nos ha ocurrido, pues nuestras circunstancias son las que guían la posibilidad de crecimiento de nuestras potencialidades; nadie es de origen algo refinado, puro, completa o parcialmente ya formado, sino que todos vamos creciendo según las experiencias que provee el incesante roce con el mundo. El inevitable contacto con el otro. Y eso no cambia jamás: ni siquiera los muertos, en tanto existen como memoria de lo que fueron, pueden permanecer inviolados por las circunstancias.
Esa inevitabilidad de la acción del mundo es lo que nos permite pensar en cómo afecta la casualidad en todo cuanto nos ocurre. Y Pusher, la trilogía de películas que abre la filmografía de Nicolas Winding Refn, se recrea en ella. Para ello escoge un escenario, los bajos fondos de Copenhague, personajes atados a él, criminales por convicción o por imposición externa, y se recrea en observar lo que ocurre cuando, más allá de su apacible statu quo, les ofrece un estímulo suficiente como para hacer estallar en mil pedazos todo aquello en lo que habían cimentado sus vidas.
Para lograr que ese estímulo se sienta legítimo, como cierta elección plausible, a caracterización que hace Refn de los bajos fondos no pasa por la apacible vida repleta de glamour de un grupo de personas que viven en constantes picos de épica criminal con puntuales despuntes depresivos en forma de crisis de identidad. Aquí no encontraremos el clásico adalid romántico que ha impregnado el noir desde sus inicios. Pusher busca pintar el lienzo de los estratos más bajos, los criminales de base, aquellos de los cuales sólo surgirán uno o dos cada generación que tengan la suerte de escalar hasta una posición que vaya más allá de un trabajo constante para mantener un tren de vida que tampoco pueden disfrutar; no el mundo de los jefes criminales, sino los obreros del crimen, quienes jamás podrán aspirar a nada que no pueda ser poner su vida en juego por sobrevivir un día más.
Aquí no hay concesiones al pensamiento mágico. Mucho menos al optimismo. Podríamos aducir que existe lucha de clases, que es la descarnada representación de lo que ocurre cuando cunde el analfabetismo funcional, cuando la sociedad fracasa, pero afirmar eso sería sentenciar que existe siquiera la posibilidad de la lucha: los jefes tienen jefes que tienen otros jefes a su vez en una espiral incontrolada que nadie sabe dónde acaba, quién gana dinero de verdad con todo esto. El 1% está tan lejos del 99% en el mundo del crimen como lo estaría dios de seguir vivo. De ahí que todo sea tosco, feo, inútil. Ni siquiera existe la luz indirecta de un rey absoluto, de una aspiración por la que morir, aunque sea imposible alcanzarla. Sólo existe la imposibilidad misma de conseguir nada, salvo reproducir perpetuamente el mismo sistema que sólo beneficia a unos pocos.
Si cada película de la trilogía sigue las andanzas de un personaje diferente es porque, de ese modo, puede centrar su mirada en diferentes aspectos de ese infierno. Cada uno de los protagonistas, todos ellos interrelacionados entre sí, son parte de un engranaje que sigue en movimiento gracias a la sangre de aquellos forzados a mantenerlo en marcha. Todos son hombres intentando sobrevivir en un mundo oscuro, sucio y profundamente prejuicioso, el peor de los mundos posibles, donde nada bello puede germinar sin ser pisoteado hasta convertirlo en nada.
Tanto es así que ni siquiera es habitable para aquellos que están adaptados a su entorno. El protagonista, Frank, es un pardillo demasiado imbécil como para saber cuándo tirarse atrás en un negocio de tráfico de drogas que sólo puede salir mal; tiene amigos, compañeros e incluso otra gente que le debe dinero o favores, pero todo es un tejido endeble, apenas sí un simulacro de sociedad. Si no devuelve el dinero pronto, este se multiplicará ad infinitum. Y sin red de seguridad, cada decisión puede ser la última. De ahí que en la serie de juegos del prisionero que va encadenando cada vez se sumerge más profundo en el hoyo, más cerca de no poder pagar jamás sus deudas —o, igual de malo, pagarlas a costa de traicionar a sus (pocos) aliados — , al ir encadenando chanchullos y favores que no llevan hacia ninguna parte: independientemente de lo que haga, desde el mismo momento que entra en el juego de préstamos, está condenado. Acabará muriendo o exiliado o siendo asesinado por aquellos a quienes pisoteó el cuello para intentar pagar su deuda.
Y donde Frank es imbécil aunque no lo parezca, Tonny lo parece aunque no lo sea.
Hablar de Pusher II: With Blood on My Hands pasa por entender que esta no es una trilogía al uso. Ren no necesitó hacer una historia dividida en tres partes ni tres obras unidas por un hilo común, sino tres títulos independientes, inteligibles por separado, que componen un mosaico en el cual todas sus piezas se van intercalando para exponer una idea de fondo. De ese modo todas las películas de la saga comparten algunos personajes, el mismo contexto y un subtexto común, pero cada una en particular sigue su propio camino.
Toda obra artística dialoga constantemente con otras obras del pasado, coqueteando con sus estructuras o sus temas, mostrándose como un reflejo de aquello que ya conocemos. Y Pusher no es la excepción. Donde la primera entrega nos alineaba con un perdedor, un idiota que se cava su propia tumba por ambición o mera ignorancia, su segunda parte salta de eje sin salir de cuadro; su protagonista, Tonny, es alguien que ni busca ni encuentra los problemas: nace con ellos. Como hijo de un jefe mafioso de segunda que siempre le ha ignorado, a pesar de que él intenta congraciarse con él constantemente —donde el padre representa la masculinidad más desnortada, como demuestra la fiesta de boda que regala a su socio — , sólo conoce el mundo de los bajos fondos. Sólo es capaz de moverse por el mundo robando, trapicheando, engañando.
Si bien al principio sólo parece idiota, algo que refuerza su breve aparición en la cinta original, cuando la película se va desarrollando vemos en él la debilidad. Cómo no consigue una erección decente, cómo se somete ante su padre, cómo es incapaz de hacer lo que él desea. Si bien no está castrado, si es un hombre impotente: carece del carácter, o incluso del apetito sexual, que se le supone por macho. Es medio hombre, algo peor que una mujer, según los cánones de la masculinidad heteropatriarcal que gobierna el mundo que conoce. Ese es su problema. No vale para el crimen, pero sólo conoce el crimen — necesita la aprobación de su padre, pero jamás la conseguirá porque no es lo suficientemente masculino. Es un héroe trágico, un hombre sin redención posible, que se descubre, finalmente, en un último acto heroico: huir del submundo con su hijo. Lograr sino ser otra persona por su propio bien, sí al menos conseguir que él nunca tenga que vivir toda esa suciedad.
Tal vez esa sea la única luz que existe en el mundo de Pusher. Allá donde el lujo del oropel jamás deja paso al oro, donde la masculinidad es una cadena al cuello conocida como «automutilación emocional», poder ser otra persona para alguien que todavía no ha sido contaminado por el mundo parece la única posibilidad de redimirse para algunos. A fin de cuentas, si un bebé es todavía potencial puro, ¿no podría ser algo mejor que sus padres si se le saca de allí donde las circunstancias sólo le permitirán crecer como un criminal incluso si no está hecho para ello?
Pusher III: I’m the Angel of Death ahondará también en ese tema. En un negocio donde nadie se hace viejo, el protagonista, Milo —quien ya aparecía en la primera, ejerciendo de prestamista, además de narcotraficante, del infinitamente ingenuo Frank — , ha logrado alcanzar una edad venerable. Y a diferencia del resto de películas de la trilogía, aquí todo transcurre en menos de veinticuatro horas: el día del cumpleaños de la hija de Milo. Y siendo que él es un narcotraficante que ha decidido dejar las drogas, que tiene que cocinar para cuarenta personas y que nada parece salir bien, ni siquiera los negocios, todo es un rápido descenso hacia los infiernos, sino hacia las viejas formas del crimen: los tiros, el asesinato, improvisar los planes de la forma más aséptica posible. Todo no para que no se desmorone su mundo, sino para que no se desmorone la burbuja en la cual ha criado a su hija. Para la saga esta entrega es un giro copernicano, un cambio en la forma de mirar; aquí no hay ambición ni intención de sobrevivir: sólo un intento de desvincularse de los peores vicios de un trabajo que, necesariamente, conduce hacia ellos. A fin de cuentas, nadie se dedica al crimen mucho tiempo sin ensuciarse las manos de vez en cuando.
Aun siendo un rasgo distintivo de toda la saga es la mugre, la mierda rebosando allá donde mires, la completa ausencia de asepsia de la tercera entrega alcanza nuevos límites más próximos al estilo cinematográfico actual de Refn. Si en la primera película todo resultaba sucio de un modo cutre, torticero por gañán, representando lo más bajo entre lo bajo; y en la segunda lo hace de un modo dramático, haciendo que la violencia escalara de forma soterrada, siempre en un segundo plano, sólo en palabra y pensamiento; en esta tercera esa suciedad es pegajosa, brutal, por hacer que todo acto de violencia literal se represente con una mirada fría, desapasionada, casi documental. Como en las formas más extremas de gore, la cámara no interviene, sólo observa: hace planos detalles de las formas más anodinas en un intento de hacerlas desagradables, de retratarlas con verosimilitud, devolviéndonos después a la tensa normalidad de la cual no nos ha permitido escapar en ningún momento. No estetiza la violencia, sino que la recrea con toda su crudeza.
Ese es el cierre de Pusher. No cabe nada más después. El viaje hizo su primera parada en el destino de los idiotas, la muerte o el exilio, la segunda con lo que ocurre con los supervivientes, que deben huir o convertirse en monstruos, y en la tercera con lo que ocurre con los que se quedaron hasta el final, que naturalizan su modo de vida como el único posible. Y de esa mirada despiadada, ese retrato del hombre convertido en abismo por su contacto con la sangre y la droga, es de donde nace el horror de las circunstancias.
Todos sus personajes son víctimas, ¿pero dónde acaba la culpa de las circunstancias y empieza la del individuo? No podemos saberlo. Este tríptico sólo nos muestra la etología del crimen, no el pensamiento detrás de él, tal vez porque ambos son uno y el mismo. No existe distancia entre ellos. Porque quien habita el abismo no sólo acaba adaptándose él, sino también haciéndose indistinguible de su ambiente.
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