Esto ocurrió hace menos de una semana.
A, siguiendo su rutina semanal, se dirigió hacia su librería de confianza para comprar algunos libros que estaba esperando. Entre aquellos destacaba uno en particular, pues era un libro en formato manga, llamado Punzadas de fantasmas. Si bien siempre había confiado en Junji Ito como mangaka, mostrándose indiferente ante su faceta de ilustrador, confió en él no por la calidad que podría atesorar, sino por su precio: costaba alrededor de 5€. Ya que incluso lo que podría ser una cena medio decente ya costaría al menos el doble, consideró absurdo no comprárselo.
Al llegar a casa no encontró nada mejor que hacer que leer el libro. Y encontró exactamente lo que esperaba. Tal vez Hirokatsu Kihara no pase de ser un cuentacuentos, alguien de textos ágiles más cerca de la anécdota que del cuento —ya que no hay desarrollo de personajes, sólo construcción de atmósfera — , pero es innegable que funcionan. Funcionan, en parte, porque Junji Ito está allí. Cada susto, cada insinuación, venía acompañado de un dibujo que colocaba a alguien tan sensible como A al borde del estremecimiento. No podía negar su efectividad. En cierto modo, si Kihara estaba contándole la anécdota delante de una hoguera, Ito se dedicaba a avivar las llamas, disfrazarse de uno u otro fantasma e intentar asustarle haciendo ruidos extraños desde las sombras. En términos de cine, donde uno ejercía de director el otro estaba al cargo del departamento de efectos especiales.
No era lo que esperaba, pero había resultado satisfactorio. No como obra literaria, pero sí como fantasmagoría de campamentos. «Kihara domina la cadencia susurrante del locutor de radio que trabaja de madrugada en un programa de radio sobre lo oculto» —pensó para sí A — . «O al menos parece mejor que el insípido Iker Jiménez».
Con aquel buen sabor de boca, volvió a la librería pocos días después. Al acercarse hasta la sección de literatura, trasteó entre diferentes estanterías: no había nada de Kihara. De paso, tampoco nada de Ito. El libro lo había encontrado en la sección de manga, con el formato propio de aquellos, por lo cual supuso que tenía sentido. En cualquier caso, le apetecía algo breve y japonés. De aquel modo fue trasteando entre diferentes libros, aunque sin enamorarse de ninguno. No había nada que se ajustara a su interés. O a su presupuesto.
«Eh, A, ¿estás buscando un libro? Porque aquí tengo uno perfecto para ti». Era E‑ko, amiga de la infancia además de dependienta en la librería. Entre las manos, El Grupo de los Tragones. Aunque no conocía a la ilustradora del libro, sí conocía al autor: era un famoso maestro de la literatura japonesa de la primera mitad del siglo XX. Entonces, al preguntar el precio, sintió un súbito escalofrío corriendo a través de su sistema nervioso: «cuesta 18€». Tenía menos páginas que Punzadas de fantasmas y, aunque era más grande y con ilustraciones a color, su extravagante edición parecía existir para nada más que inflar el precio del libro. A siempre había pensado que sólo un necio confunde valor y precio, pero aquello era ridículo. E‑ko, en tanto, la miraba con gesto de preocupación. «¿Te ocurre algo, A?». Y el, horrorizado, respondió huyendo de la librería sin poder aceptar aquella fantasmagórica punzada.
A, todo lágrimas y mocos, todavía sigue encerrado en su habitación, descompuesto, balbuciendo incoherencias sobre el desplome del tejido editorial español.
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