La vida desordenada, en cualquiera de sus formas, provoca una necesaria tendencia caótica dificil de controlar. De éste modo es una estampa normalizada en los drogadictos más extremos una total ausencia de rutina diaria, llegando hasta un auténtico devenir en deseo de droga. Algo similar podríamos decir de los estallidos psicóticos de la esquizofrenia que, si no son controlados farmacologicamente, lleva a su poseedor involuntario hacia una espiral continua de desorden físico y sentimental. Además en ambos casos podríamos poner un denominador común: las visiones; el ver realidades sugestivas que están más allá de la auténtica experiencia primera. Esto lo supo ver muy bien David Bowie como podemos intuir de los anagramas que podríamos conformar a través del hombre de su obra, por otra parte excelente, “Aladdin Sane”. Si por un lado lo podemos leer como “A Lad Insane” haciendo referencia a su demencia, también podríamos traducirlo como “Love Aladdin Vein” para entender su afición por la heroína; la experiencia del loco y del drogadicto son, formalmente, indisolubles entre sí. Y para ahondar en esto hablaremos del videojuego inspirado en la obra de David Bowie, “Aladdin Sane: Road Trip to America”.
Con un encantador estilo reminiscente de un 8‑bits en estado puro lo primero que nos encontramos, ya desde su caja, es la pura y limpia presentación de píxeles como puños. Después, precisamente con puños como píxeles, tendremos que ponernos en la piel de un rectangular Ziggy Stardust que se defenderá a bofetones de la galeada de fans, histéricos hasta la demencia, para intentar huir de su último concierto en Londres. Bajo esta premisa de futuro incierto de Ziggy en el viejo continente decidirá embarcarse en un viaje hacia EEUU en una road trip que nos llevará desde un decadente Londres pre-SIDA hasta un Nueva York recién espoleado por la intermitente fiebre punk. Todo ello bien adornado de una jugabilidad exquisita, perfectamente depurada, y unas aristas cúbicas que harán las delicias de todos los yonkis de los tiempos de las limitaciones gráficas geométricas.
Pero esta aventura no sería si tal sino fuera un descenso hacia los infiernos más profundos de la locura de Ziggy Stardust sobre su proceloso caballo blanco. Por eso durante todo el juego, una especie de yo contra el barrio con tintes que nos recuerdan al insigne Zelda: A Past to the Link, tendremos que ir recolectando todo tipo de drogas, tanto de nuestros enemigos como de los oportunos camellos ambulantes, para una doble finalidad: tanto no decaer físicamente ‑hasta el punto de que, sino consumimos durante demasiado tiempo drogas, moriremos- como para aumentar estrepitosamente nuestras características temporalmente. Por supuesto la mezcla de drogas, un exceso de ellas, o ambas, también podrán producir la muerte de Ziggy o, lo que es peor, hacer que sus enemigos se deformen y conviertan en cada vez más poderosas versiones de si mismos ‑todo en una forma solipsista que no nos permite dilucidar que es realidad y que ficción; que es fruto de las drogas y que de la locura-. Así el juego nos insta a hacer de las palabras de la ética de Aristóteles nuestra base vital: “en el justo medio está la virtud”. Por eso cualquier exceso que nos haga descender en exceso hacia la locura, o nos deje en un estado excesivamente normalizado, siempre será una desventaja inadmisible; el auténtico factor de cambio en la lucha contra El Mal® sabe mantener el equilibrio en su deseo: entre la obsesión y la obliteración.
Y esto es tanto así que incluso el final del juego variará según nuestras acciones: el que se haya mantenido más sobrio que drogado, acabará siendo un aburrido oficinista de por vida en Nueva York que morirá trabajando en la oficina sin que nadie se percate; el que se haya mantenido más drogado que sobrio acabará confinado en una cama de Tanger inyectándose heroína en los parpados mientras es asediado por los fantasmas de los enemigos pasados; y, el que mantenga el equilibrio, se suicidará simbólicamente para renacer como David Bowie, la auténtica Estrella que desafió a su tiempo. De éste modo nos enseña Ziggy Stardust la necesidad de que el ente deseante ‑tanto el yonki como el loco pero, muy especialmente, la (esquizo)entidad- se mantenga siempre en la lucha entre situarse lejos de los agujeros negros que originan los deseos y los flujos moleculares instaurados por la sociedad. Los flujos deseantes se deben conducir a través de los áureos caminos del devenir bordeados por la fatalidad.
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