Drive, de James Sallis
La novela negra tiene una capacidad indómita para estar siempre dos pasos más allá del lector; los buenos escritores de su género son capaces, desde una estructura clásica practicamente invariable, sorprender con certeros puñetazos al ideario de lo esperado. Esto no lo hacen con grandes giros, maniobras bruscas o torticeros cambios de trama, lo hacen con suaves golpes de volante, soltando ligeramente el acelerador, para situarse con naturalidad en una nueva posición. Lo impresionante de la (buena) novela negra no es nunca la familiaridad ‑lo cual puede agradar a una clase de lector más inseguro, más clásico en sus posturas- o la construcción de unos personajes sólidos que se esconden tras la fachada de meros estereotipos, no, es su capacidad para conducir siempre por la misma autopista haciéndonos mirar fascinados, de nuevo, cada detalle como si fuera la primera vez.
No hay mayor mérito en la obra de James Sallis que esa capacidad para mirar con ojos diferentes en cada ocasión lo que ocurre en un mundo ennegrecido por la vileza de los hombres. Y no sólo porque su discurso sitúa la posición en un lugar privilegiado, aunque generalmente obviado ‑el conductor, el que hace el camino hacia alguna parte‑, del género si no también gracias a su capacidad de hacer presente la mímesis metafórica que se circunscribe en la condición profesional. La mirada de Sallis es la de aquel que deja de retratar personas, aun cuando precisamente lo hace por esa ausencia de intención, en favor de definir profesiones.
Desconocemos del personaje todo lo que no sean las acciones que le condujeron hacia su acción imperativa vital: conducir coches. Hasta el punto de desconocer su nombre todo se define a través de esa profesión que, incluso, crea un imperativo nominativo para él; no tiene nombre, porque su nombre es su profesión. Driver, pues así se llama nuestro protagonista, tiene una condición vital no elegida pero tampoco impuesta que le conduce por su vida de una forma exclusivista. Por ello hacer una interpretación existencialista del libro sería un absurdo ilógico: no hay un ser conductor como dasein porque no hay una posesión esencial de sí mismo; no se es porque se deba ser o se sea a priori, se es porque se desea ser. Y es justo lo que atraviesa toda la historia.
El deseo matiza, calibra y da acción a todo cuanto ocurre en la novela. Driver conduce por placer, nunca por obligación, y sólo acepta los trabajos que son más seguros no por un instinto de auto-preservación, lo cual supondría un interés por el Yo que no existe, si no por la posibilidad de que un fallo pueda arruinar su deseo ‑siempre presente, siempre constante- de conducir. Pero, por muy profesional que éste sea, es un objeto mediado por su entorno en primer lugar y por su mundo en segundo lugar, por lo cual su demiurgo es capaz de retorcer sus deseos para explicar los suyos propios. Es por ello que Driver siente cierta empatía por el jazz, por las citas literarias ‑aun cuando, al comienzo del libro, afirma no ser muy aficionado a la literatura- o el cine; Driver es, en última instancia, una metáfora profesional de los propios deseos de James Sallis.
El libro es, finalmente, como la conducción de un Ford F‑150, coche que enamora a The Driver no sin razón, pesada y con un ligero subviraje pero tan robusta que ni una bomba nuclear podría fundir su capacidad para atravesar mil y un parajes. Porque The Driver es al Ford F‑150 que le salva la vida lo que él mismo es para James Sallis: la metáfora perfecta de como el deseo se torna profesión en un mundo oscuro. Y como sólo en esa persecución de los deseos encontramos la libertad auténtica del ser no como posesión, si no como la relación metafórica de un deseo que nos materializa en lo deseado.
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