Reflexiones sobre la pena de muerte, de Albert Camus y Arthur Koestler
La pena de muerte es algo tan común a lo largo de la historia que resulta dificil entender por qué no se justifica su existencia a través de la tradición que sustenta dentro de las formas más esenciales de la legalidad misma. Afortunadamente hoy no es más una pesadilla pasada en la mayor parte de los países civilizados, o al menos en una clara remisión, por lo cual la crueldad desaforada que se ejerce sobre aquellos que osan romper las leyes, no siempre con los quebrantos más extremos, va desapareciendo de una forma cada vez más ominosa. Aun con todo, actualmente, en España hay voces suplicantes que piden la vuelta de la pena de muerte no por sediciosa tradición —porque lo válido para los animales, especialmente si estos son robustos pero no adorables como los toros, no es igualmente válido para el hombre— sino por lo que consideran una ley que se ha ablandado hasta puntos donde el castigado es el que sufre al criminal y no el criminal mismo —siendo el caso más flagrante hoy el de José Bretón, presunto asesino de sus dos hijos menores de edad.
La problemática sustancial de que el pueblo sea el que pida la restitución de la pena de muerte es que lo hacen desde un punto de vista inconsciente al respecto de las consecuencias que esta tiene en los individuos, como de hecho esta acontece no como una restitución sino más bien como una mancha más dentro de lo sucedido. Es así que Albert Camus se encarga de subrayar de una forma magistral a lo largo de su ensayo, Reflexiones sobre la guillotina, no tanto la tremenda problemática institucional que sostiene la pena de muerte como la problemática humana de forma y fondo que suscita dentro de la sociedad esta medida disciplinaria; la problemática sustancial de la ejecución ya no es sólo que sea una medida coercitiva basada en reparar el daño haciendo el mismo daño, lo cual contraviene los principios básicos de una justicia basada en la reintegración social y (en teoría) no la venganza, sino que cuando se nos muestra como una fuerza inocua tanto para la sociedad como para el ejecutado, partiendo de la obviedad de que la muerte de éste, se está creando una ficción sobre la tendencia connatural a esta. Para ver cuanto es así, Camus nos narraría la experiencia de su propio padre al respecto de su asistencia como espectador a una ejecución:
Poco antes de la guerra de 1914, un asesino, cuyo crimen fue particularmente indignante (había asesinado a un matrimonio de granjeros con sus hijos), fue condenado a muerte en Argel. (…) Todo el mundo pensó que la decapitación era una pena demasiado débil para un monstruo semejante. Ésa fue, me dijeron, la opinión de mi padre, a quien había indignado, sobre todo, el asesinato de los niños. Una de las raras cosas que sé de él, en todo caso, es que quiso asistir a la ejecución, por primera vez en su vida. Se levantó de noche para dirigirse al lugar del suplicio, en el otro extremo de la ciudad, en medio de un gran gentío. A nadie dijo lo que había visto esa mañana. Mi madre cuenta solamente que entró como una exhalación, el rostro trastornado, se negó a hablar, se tendió un momento sobre la cama y de pronto se puso a vomitar. Acababa de descubrir la realidad que se oculta bajo las grandes fórmulas que la disimulan.
Partiendo de la obviedad de que la ejecución de ese hombre no devolvió la vida a los asesinados ni restituyó la dignidad de la vida de estos, pues quedarían mancilladas para siempre en la memoria pública por un crimen que sería recordado por encima de sus vidas mismas, además creo una grave problemática humana: un hombre convencido de la necesidad de restituir la paz, que pensaba que incluso era poco dar muerte al criminal, se quedó tan horrorizado por la situación que nunca más volvió a hablar de ello. ¿Por qué? Porque aquel que pide la pena de muerte, el que la jalea y asiste impasible a ella, es tan culpable como el ejecutor mismo: cuando pedimos la pena de muerte, estamos poniendo nuestras manos sobre la palanca que activará el mecanismo que traerá muerte al indigno. He aquí la problemática sustancial de la ejecución, aun cuando quisiéramos creer que hay crímenes tan horrendos que deberían pagarse con la vida, y es que en último término no existe ningún crimen que merezca ser tratado a través de la ejecución en tanto esta siempre es privar de vida a un hombre; el asesino de un asesino no deja de ser asesino, y la mano que llevó al hombre hasta la soga o la guillotina es la mano del ejecutor. La nausea, la absoluta repugnancia que nos produce sabernos en exactamente la misma posición de aquello que hemos condenado, debería bloquear cualquier idea, por mínima que sea, de que una sentencia de muerte soluciona nada.
Lo que pide Camus es que ya ni siquiera se produzca la abolición de la pena de muerte, algo que en la Francia de su época era una injerencia que ya se exigía desde hace demasiado tiempo por toda clase de sectores, sino de hecho que se deja de ocultar la ejecución. La ejecución cuando se oculta, cuando se da en lo más recóndito de cárceles y patíbulos, pierde todo su sentido: la ejecución es un castigo popular, de todos aquello que lo hayan apoyado, y todos ellos deberían estar presentes para ver el resultado de sus afectos. O al menos aquellos que sean capaces de resistir las nauseas que sentirían al saberse exactamente iguales que su ejecutor, estando además rodeados de muchos otros excitados por la idea de ser ese mismo, el asesino de rostro ensombrecido.
Ahora bien, algunos dirán que la muerte no ocasiona dolor porque los métodos han sido refinados hasta el punto de que es una muerte apacible que no se jacta en la tortura —lo cual ya sería preocupante en sí, porque sería considerar que es posible una buena muerte—, pero en realidad, aunque así sea, ¿con la ejecución no se quiere dañar al asesino?¿Qué se gana entonces ejecutándolo, salvo nauseas y el saberse igual o peor que él? Seamos capciosos, seamos malvados, ¿de verdad ustedes quieren dañar al asesino? Entonces sepan que la cárcel es más dolorosa que toda ejecución, que siempre se dice que no produce dolor alguno sobre el que la sufre, a través de las palabras de Pierre Samuel du Pont de Nemours: un carácter áspero y ardiente lo consume (al asesino); teme, más que nada, el reposo; éste es un estado que lo enfrenta consigo mismo. para librarse de eso afronta continuamente la muerte y trata de ocasionarla; la soledad y su conciencia son su verdadero suplicio. ¿No nos indica esto qué clase de castigo de le debe infligir, a cuál será sensible?¿No hay que buscar en la naturaleza de la enfermedad el remedio que debe curarla?. Si pretendemos castigar y no re-insertar, e incluso también si pretendemos hacer esto segundo, nuestra mejor opción es mantener constantemente ocioso al asesino, porque él a solas consigo mismo sabrá torturarse constantemente y mejor (e incluso, quizás, encontrar nuestro perdón) que cualquier tecnificación de la muerte que el hombre sea capaz de llevar hasta el hombre.
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