Uno de los terrenos más estocásticamente inexplorados de los Grandes Conceptos por la filosofía es, sin duda alguna, el del amor. Ya bien sea por azar o por ser una cuestión tremendamente delicada al tratarse de nuestra relación con el otro, aun cuando ha dado una fuerte colección de aforismos, rara vez se ha hecho una sistematización real del pensamiento amoroso. A éste respecto deberíamos buscar, como bien señalaría Pascal, que “el corazón tiene razones que la razón no comprende”; que el amor es siempre algo que se escapa de nuestro juicio y, por tanto, toda intelectualización del mismo parte de la evasión del sentimiento como forma cristalizable en el pensamiento. Es por ello que una teorización sistemática y total del sentimiento amoroso es imposible desde su análisis en particular, por ello siempre asociamos el amor con otros elementos a través del cual abordarlo: la locura. Y de esa locura de amor, de la irracionalidad del amor, es de lo que nos habla “Once” de John Carney.
El Chico es un excepcional músico callejero que ama la música sobre todas las cosas; la Chica es una vendedora de rosas venida desde República Checa buscando una nueva vida. Sus vidas chocarán y se entrecruzarán en un descarrilamiento amoroso que aunará la pasión por el amor, por la vida y la música de ambos en una odisea de candor donde el amor jamás llegará a cristalizarse más allá de la música; es la historia definitiva de la locura de amor por la música, por el otro desconocido. Nada sale como debería salir, no es la clásica historia romántica donde los protagonistas después de superar miles de adversidades consiguen consagrarse en su amor: el amor es la locura en sí mismo del conflicto. Juntos harán música hasta que Chico se vaya a Londrés; hasta que Chica recupere a su marido perdido en su país de origen. Entre tanto grabarán un disco, consagrarán su amor perpetuo por la música ‑el uno por el otro- en un hijo bastardo más amado que cuantos hijos tengan la mayoría de matrimonios del mundo. El amor en “Once” es la perpetuación del momento mágico, totalmente irracional, de cuando Chico conoce a Chica a través de la música, de un amor a la vida más grande que la suma de sus productos.
Pero esta irracionalidad es una locura, algo que atenta contra toda la lógica del amor, pero para eso Nietzsche nos diría que “hay siempre algo de locura en el amor; pero siempre hay algo de razón en la locura”. La razón de la locura amorosa es una razón esquizotípica, profundamente ilógica, donde se perpetúan eternamente nuevos modos para cada nueva forma de amor; el amor es la eterna expansión del amor por infinitos territorios como una entidad nomádica. La razón amorosa, esa razón dementada, lo es en tanto se pone en perspectiva como una forma abyecta a la normativizada: el amor, necesariamente, se presenta siempre como una proyección renovada en cada conformación de sí misma. Y es por eso que, en palabras de Françoise Sagan “he amado hasta llegar a la locura; y eso a lo que llaman locura, para mí, es la única forma de amar”, porque no existe amor alguno que exista más acá de una locura desafiante con la actitud discursiva de lo que debe ser; el amor es un perpetuo acto revolucionario.
La irracionalidad del amor de Chico y Chica, la absoluta locura de dejarse ir mutuamente, se circunscribe en el espacio particular de que ningún amor acaba jamás, sólo se transforma a través de nuevas formas de perpetuación. Del mismo modo que Chico y Chica canalizan su amor a través de la grabación de un disco donde sintetizan todo su amor mutuo, imposible e inconmensurable, cada pareja debe encontrar ‑y encuentra siempre- su propia forma personal de perpetuar su amor para con respecto del otro. Porque el auténtico amor no es un caso de mercantilismo sentimental ‑con su cenit conceptual en el matrimonio; aunque bien sí podría ser parte del discurso amoroso- sino de la creación de los rituales propios que sinteticen esa alquimia única de locura amorosa. Caeré lentamente cantando tu melodía.
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