Allí donde vivimos define nuestro modo de existir. Cuanto más tiempo pasemos en un lugar más nos dejaremos contagiar por su arquitectura, su urbanismo, su oscura lógica de calles y recovecos; cada ciudad, ya no digamos cada barrio en particular, define su propio modus vivendi por cómo permite respirar al espacio a su alrededor. Un exceso de carreteras circunscribirá la vida al interior, muchos parques atraerán familias, muchos recovecos oscuros permitirán la criminalidad, y un deficiente transporte público limitará la vida del barrio a su propio interior. Nadie es ajeno al lugar que habita. Potenciar el nivel cultural de las personas no depende de su interés, sino de sus posibilidades de acceso a la misma: más oferta cultural nos hará más proclives a abrir nuestra mente, mientras que limitar nuestro acceso nos hará más cerrados al respecto; del mismo modo, el deporte no es una cuestión de aptitud (personal) tanto como de actitud (urbanística): cuantos más centros polideportivos públicos existen, más deportistas profesionales surgen. Cada ciudad, cada barrio, cada comunidad, tiene su propia narrativa particular, una narrativa arquitectónica de la vida diaria de las personas.
Court of the Owls, el primero de la serie de arcos argumentales que está escribiendo actualmente Scott Snyder para Batman, resulta relevante bajo un prisma narrativo por cómo logra redefinir la relación intrínseca entre Batman y la ciudad de Gotham: a través de cómo dialoga con su arquitectura, con su urbanismo, con la disposición material de los modos de vida de sus ciudadanos. No es su ciudad por habitar en ella, sino porque tanto él como en su familia son el pilar base a través del cual se comprende el crecimiento y desarrollo de toda la ciudad a lo largo del tiempo. Aunque podríamos hacer un análisis específico de toda la saga, nos centraremos (al menos de momento) en cuatro páginas específicas del segundo número del arco; a través de él, comprobaremos por qué es un ejemplo perfecto de cómo hilar la narrativa a través de la arquitectura, tanto pictórica como literaria.
Primera página, primera viñeta: la Torre Wayne original. Después con deleitarnos con la espectacular puesta de sol, que deja a la ciudad en penumbra por efecto de la luz —adelantándonos los acontecimientos del arco, ya que la ciudad está entrando en su ocaso — , procedemos a conocer la historia de la torre. Gotham, Alan Wayne, doce gárgolas custodias. ¿El qué custodian? Cada una de las doce mira en una dirección de Gotham, pero la pregunta es otra, ¿protegen a la ciudad o protegen a la familia Wayne?
Entre la segunda y la tercera viñeta continúa la explicación de su función, aunque no aclaran nuestra duda más urgente: cinco gárgolas custodian los cinco accesos originales a la ciudad, tres puentes y dos túneles; siete gárgolas observan hacia las siete lineas de tren que convergen en Union Station. Nada puede entrar en la ciudad sin que puedan saberlo los vigilantes ojos de la Torre Wayne, el centro neurálgico de la ciudad, el epicentro simbólico de Gotham.
Cuarta y quinta viñeta. Lo alto de la torre está coronado con un mirador al cual tiene acceso público cualquier ciudadano de la ciudad, quienes pueden acceder cuando quieran siempre que quieran en fin de semana; desde allí, a vista de pájaro, puede observarse la totalidad de la ciudad. Cualquiera puede vigilar lo que ocurre en ella; en Gotham todo es observado a cada instante, incluso aunque nadie está mirando. ¿Por qué el narrador, de momento desconocido, se fija en un detalle insustancial en la quinta viñeta? Que los cristales fueran de la mayor calidad posible podría sonar como un gesto de ostentación, pero va más allá, ¿por qué es «y, más importante, irrompible»? Porque el cristal roto es el equivalente al cristalino desprendido: nada se puede ver a través de un ojo herido. El cristal roto sería el mirador ciego, la vigilancia panóptica destruida.
Segunda página, primera viñeta. Sólo es más brillante la explicación que la composición; vemos a Bruce Wayne —que, en última instancia, resulta ser el narrador — , herido, atravesando unas cristaleras irrompibles salvo porque el impacto ha sido exacto: los cuchillos en sus arterias braquiales le impiden agarrarse a nada, su cuerpo impactando contra el borde del cristal impide que el mismo se combe bajo su peso sin romperse. Sea quien sea su enemigo no es sólo un asesino, es el más peligroso de cuantos la familia ha conocido; no sólo ha conseguido poner en peligro la vida del mejor detective del mundo, sino que además lo ha hecho de un modo imposible: en el territorio simbólico de su mirada, el lugar desde donde el mito observa su reino.
En la segunda y la tercera viñeta Bruce Wayne acepta su fatal destino de sangre y muerte, al tiempo que asume que sólo queda esperar el saludo de la ciudad contra su cuerpo; tiene la esperanza de observar la ciudad por última vez, ahora incluso más de cerca. Se equivoca. La composición brilla de nuevo por su capacidad inventiva: las dos viñetas se sitúan sobre la prolongación de la primera, el cristal rompiéndose bajo ellas. No sólo se ha destruido toda posibilidad de salvarse, sino también su relación con respecto de la ciudad; ya no la observa, ya que cae de espaldas, sino que llega hasta ella; ya no la vigila, ya no es un mito, un rey, un dios, porque ahora es una parte integrante de la misma: está ciego, no puede observarla, carece de poder sobre ella.
A partir de aquí, respiremos: dieciséis páginas —que, para nuestro particular análisis, carecen de cualquier tipo de interés inmediato— nos explican las veinticuatro horas anteriores a los acontecimientos. Para seguir nuestro análisis, saltemos hasta la página diecinueve.
Tras Bruce Wayne y las cuatro primeras viñetas, se deja caer su enemigo. No es baladí descubrir que tiene aspecto de búho, depredador natural del murciélago —y este, en particular, de la familia Wayne — , ni siquiera para entender las explicaciones arquitectónicas que vienen a continuación. Aunque los guías suelen narrar con exactitud la historia de la torre, existe una particularidad que no suelen narrar ni cuando nuestro narrador/guía se llama Bruce Wayne: lo vemos en la cuarta viñeta, de forma indirecta, a través de uno de los cristales de las gafas de Talón, su rival. Es algo añadido después, en 1930, algo que no puede ser visto desde ascensores o pisos, que sólo podemos ver desde los ojos de un ave. Algo que salva la vida del murciélago.
Dos viñetas más para conocer tan ansiado secreto: existe un decimotercer guardián, una gárgola que puso Alan Wayne para vigilar a los visitantes que llegaran a Gotham desde el aire. No renuncia a la parodia en el acto. El búho cae, estrellándose contra un coche justo encima de la imponente presencia del murciélago cabalgando el lomo de su guardián inmortal. De nuevo, destaca la composición en su sentido narrativo: la totalidad de las viñetas se superponen sobre la prolongación de la última, una caída al vacío que termina bajo la expectante mirada del vigilante que no permite que nada entre a Gotham por el aire sin su consentimiento.
Página 20, primera viñeta: alguien cometió un error, según nos comenta el narrador. No es el caso de Greg Capullo, que asocia de nuevo el skyline de Gotham con la oscuridad, en esta ocasión con un cielo encapotado que sólo deja en la tiniebla total, y ni siquiera centrada, la torre Wayne. Premonición nada disimulada de la oscuridad que se cierne sobre el murciélago.
Últimas tres viñetas, de nuevo con una composición fantástica: quedan bajo la ciudad, son las consecuencias de los actos que emanan de la planificación arquitectónica de la misma. El error fue utilizar la leyenda —la corte de los búhos del título, por si cabe alguna duda— para intentar derrotar a Batman. La ciudad sólo necesita una leyenda: no Batman, sino la vigilante, la mítica, la divina, familia Wayne. Las gárgolas que vigilan expectantes que nada pernicioso entre en la ciudad para infectarla.
El problema es que, como afirma Byung-Chul Han, la violencia estructural ya nunca más será como un virus, sino como un cáncer: nacerá del interior, de la arquitectura íntima de las ciudades, no del exterior, del otro que quiere ocupar nuestro espacio.
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