Batman: El regreso del caballero oscuro, de Frank Miller
El leit motiv central de toda la obra de Ayn Rand, y seguramente lo único de valor en ella, es la idea de que la inutilidad de la masa que intenta segar las cabezas de aquellos que sobresalen para instalarse todos en una aura mediocritas. En semejante contexto el héroe sólo puede ser un hombre contestatario pero muy lejos de cualquier noción que se pueda considerar que nazca de una ética social, o así parece al menos a priori, ya que todo su confrontación contra el sistema se basa en esa necesidad de originarse por encima de lo que una osicedad mediocre permite; el héroe es aquel que destruye las limitaciones del sistema para llevar más allá su talento en favor de un bien mayor. Todo lo demás que rodea a Rand, incluído su desprecio taxativo por la filosofía o sus cuestionables capacidades narrativas, son apenas sí un mal subsidiario que intenta, pero no puede, empañar una buena idea formulada bajo una red intelectiva deficiente. ¿Por qué hablar de Ayn Rand? Porque Frank Miller es un randiano en toda regla.
Todo cuanto ocurre en Batman: El regreso del caballero oscuro se articula dentro de ese particular pensamiento randiano de la sociedad. Así nos encontramos ya en primera instancia en una Gotham agotada después del retiro de Batman en el que un grupo llamado Los Mutantes aterrorizan la ciudad con su oleada de asesinatos aleatorios. Esto llevará a un ya ajado Bruce Wayne retomar la capa para poner orden en un mundo que sin él se desmorona por segundos.
El gran logro de Frank Miller al respecto de la forma de abordar la historia no es sólo que clarifica con una sencillez pasmosa lo que Ayn Rand era incapaz de explicar sin acudir a una pavorosa languidez argumental, sino que además consigue llevarlo infinitamente más allá. Aquí no sólo nos encontramos un Batman particularmente combativo decidido en demostrar que hay un hombre superior a los demás, particularmente en la opción de no tomar el camino fácil de matar a los villanos, que deba servir como ejemplo inspirador para los demás, sino que también articula a partir de esto una ética social con todos sus inconvenientes y ventajas; donde Ayn Rand sólo tiene interés en la superiores absoluta de un Hombre®, aunque también con querencia por tramas subsidiarias que no aportan nada, Frank Miller decide mostrarnos todas las consecuencias de una sociedad resquebrajada ante la presencia de un hombre capaz de cambiar las cosas. Aunque eso suponga extralimitarse en las reglas del juego.
La relación con la policía va fluctuando claramente en el contraste que se produce en la visión del caballero oscuro que nos aporta el inspector Gordon, genuino valedor de un Batman que siempre ha sido más un detective que un justiciero, y la que nos da su sucesora, la inspectora Yindel. Donde el primero siempre se presentó como un hombre que espolea continuamente al hombre enmascarado, instándole a conseguir lo que los hombres comunes no pueden, la segunda sólo piensa en dinamitar las dinámicas de un hombre que está fuera del sistema porque, de hecho, está fuera del sistema; la inspectora Yindel no tiene ninguna razón para constituir como criminal la imagen del hombre murciélago, pero lo hace porque no se ajusta a las sólidas directrices del sistema policial. Esto, que sintetiza perfectamente la diferencia de pensamiento ‑entre el hombre que es capaz de aceptar la necesidad de saltarse las reglas para cumplirlas y el que no‑, también nos sirve para ver un cambio sangrante de paradigma: la perspectiva de la edad de plata y oro donde Batman era un detective oscuro pero que hacía un bien hacia la sociedad hacia la paranoia post-Thatcher donde cualquier persona que actúe fuera del sistema es sospechosa de anti-sistema.
Precisamente en esta linea sería en la que se circunscribirían las reacciones de la prensa y los especialistas, principalmente psiquiatras, siempre que nos los presenta Miller. Éste, con no poca ironía, nos concede perfectas declaraciones demagógicas donde el uso y absurdo de los términos “fascista”, “asesino” o “violento” son dirigidos una y otra vez contra Batman; el apropiacionismo del vocabulario de izquierdas por parte de la derecha más recalcitrante, con el Tea Party en cabeza, es algo que Miller ya sintetizo de forma irónica en el 86. Para defender las injusticias o la violencia estructural cualquiera fuera del sistema, de esta estructura político-social que nos tiene atados, debe considerarse como alguien que hace un uso ilegitimo de la fuerza aun cuando, en último término, sea evidente para todos que es un uso exclusivamente de respuesta hacia la violencia estructural, o la ausencia de esta.
Sería este momento en el que entraría en juego otra clase de declaraciones: la de los ciudadanos. Como si de un Guy Debord muy sardónico se tratara Miller pone en boca de miserables de toda clase palabras que aluden a la violencia fascista de Batman, o de sus seguidores, mientras ellos actúan de formas infinitamente más delictivas. Un hombre justifica el tirar a las vías de tren a un hombre tullido porque creía que era un atracador al tiempo que afirma que no hay nada de malo en disparar a un cura porque creía que había estallado la guerra pero acusa de fascista monstruoso a Batman por dislocarle el brazo y romperle dos costillas para impedir que siga haciendo atrocidades. Ese es el nivel de discurso exacto, y muy preciso, de la realidad social que alcanza Miller: las contradicciones internas del discurso ético contemporáneo. Cualquier uso de violencia dentro del sistema se considera legitimo de facto, mientras cualquier muestra de violencia externa del sistema, aun cuando no revolucionaria, se considera, necesariamente, un acto subversivo cuando no terrorista.
Batman es condenado de forma casi unánime por la sociedad basándose en que sólo ellos tienen derecho a decidir como aplicar la violencia. Lo irónico es que todo uso violento se dirige sólo a los que se encuentran fuera de la estructura, legitimando así cualquier acción destructiva de los ciudadanos trastornados o de Los Mutantes; con los terroristas, en tanto perpetuadores del sistema de la violencia estructural, se puede negociar, con Batman, en tanto eliminador del sistema de la violencia estructural, no. Batman es la rara avis que elimina la pauta fácil, el asesinato, en favor de la dificil, la reinserción coercitiva pero no mortal.
Bajo esta perspectiva no sólo el Joker o Dos Caras, que sólo vuelven al ataque en tanto Batman vuelve al escenario, son la antítesis de Batman, ya que lo sería todo aquel que aplique unos métodos más expeditivos de lo necesario. Tanto el Joker como Dos Caras o Los Mutantes no son más que asesinos por pura diversión pero eso entra dentro del canon del sistema: en tanto hay una violencia estructural-social se debe crear una violencia estructural-estatal que se oponga a esta para destruirla. Por eso finalmente Batman debe enfrentarse tanto a todos los villanos como con la propia policía, pues el sería una violencia no-letal no-estructural-social, una violencia que busca una justicia real y no exclusivamente la composición de técnicas de represión basadas en la excusa de la existencia de una violencia estructural-social subyacente en el mundo.
¿Cual sería la función real de Batman en la sociedad entonces? La función del hombre murciélago en éste contexto es devenir en una justicia ajena a la violencia estructural de ninguna clase; Batman es la personificación de la violencia divina de Walter Benjamin. Por violencia divina debemos entender el concepto judío de la violencia divina en oposición de la violencia mítica, la violencia que destruye el derecho y la violencia que funda el derecho respectivamente. De éste modo la violencia estructural sería la violencia mítica, en tanto a través de ella se justifica el derecho como institución pero también como quien tiene derecho a aplicar la violencia, y la violencia no-estructural sería la violencia divina, la violencia que cuestiona y destruye toda forma de derecho exclusivista al respecto de la violencia. Bajo esta perspectiva deberíamos entender que Batman es la personficación de esta violencia divina que cae sobre la tierra como una tormenta que arrasa con todo aquello en el mundo que no es justo; el hombre murcielago es la representación de una democratización de la violencia revolucionaria, de la violencia que acompaña la justicia auténtica. Y, por ello, Batman no es sólo un (super)hombre sino que es también la imagen viva de una ética social basada en una violencia plural, no criminal ni de control, basada en la auténtica justicia de la sociedad. El duelo final de Superman, aquí representado como la fuerza ulterior de la violencia mítica, contra Batman es la resolución final del destino de la sociedad: el valedor de la violencia divina no puede morir, él es todos aquellos que eligen combatir toda forma de poder desde la ausencia de la pretensión de posesión de poder.
Bajo esta perspectiva, aunque siguen existiendo los parecidos, Frank Miller se habría alejado de una forma radical del pensamiento de Ayn Rand. Aunque efectivamente rescata la noción básica del pensamiento de esta segunda lo articula no desde un individualismo absoluto, que acaba por devenir es un idealismo tan absurdo como inoperante, sino desde una ética social que no articula su pensamiento en héroes estructurales, pues el héroe de Rand acaba por ser otra forma de violencia mítica como nos demuestra aquí Superman como héroe randyano, sino en las ideas que estos provocan en quienes los siguen. El triunfo de Batman no es ser Batman, es evocar en los demás la necesidad de ser como Batman. Y es así como Frank Miller nos demostró que sólo desde una violencia social no-letal se puede alcanzar la auténtica justicia para el hombre.
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