No existe un elemento obvio que separe la experiencia humana de la experiencia de la bestia. Viendo como vive el común de los mortales, trabajando ocho horas en su trabajo y otras ocho delante del televisor, la única diferencia con respecto de los animales es que los humanos hemos refinado hasta niveles absurdamente complejos nuestras formas de producción; a efectos prácticos, no existe diferencia alguna entre el obrero medio y un castor. No la existe porque la vida del segundo está vaciado de toda significación. Come, trabaja y duerme, jode cuando puede o dejan, pero no tiene una experiencia más profunda de su propia existencia: no conoce nada más allá de la experiencia inmediata de las cosas, no puede, ni tiene pretensión alguna de, conocer nada que vaya más allá de las formas más básicas de la vida. Retozar, trabajar, medrar; para qué más. Por eso afirmar que la diferencia entre los animales y los hombres es que nosotros tenemos una inteligencia de la cual hacemos uso activamente sería, en el mejor de los casos, una apreciación irregular. ¿Cual sería entonces la característica humana que nos diferencia de aquellos? La posibilidad de usar nuestra inteligencia con fines que van más allá del cumplimiento de las necesidades básicas de supervivencia.
Lo que nos hace humanos es la necesidad de la búsqueda de la belleza, del amor, de aquello intangible que nos remueve por dentro. Con La belle et la bête Jean Cocteau asume una postura crítica al respecto de la situación desde el mismo momento que desvía la perspectiva desde la cual juzgar desde la cual popularmente entendemos el relato, desde la versión de Disney; no hay aquí un amor que nazca a pesar de la tribulaciones y la incomprensión de los otros, aquí nace un amor entre sus dos protagonistas a pesar de la mezquindad, de la animalidad, del mundo.
A diferencia de la versión de dibujos animados con la que crecimos, La belle et la bête se puede entender desde dos perspectivas diferentes: se puede apreciar su increíble belleza plástica, con planos y efectos especiales resueltos con un ingenio espectacular, o se puede apreciar su capacidad para hilar la historia en cuatro puntadas, haciendo verosímil que una joven se enamore de Bestia. Lo primero nos suscitaría interés por lo cuidado de sus elementos compositivos, desde el vestuario hasta los escenarios, desde los planos hasta los efectos especiales, que hacen de la película, en un plano estético, una catarsis de pura belleza capaz de anonadar nuestros atribulados sentidos. En el otro plano, nos encontramos la capacidad de conseguir retratar una relación verosímil entre dos personas disimiles, hasta el punto de que uno de ellos difícilmente puede ser considerado persona: Bella se enamora de Bestia como bestia, no de Bestia ya humano o bajo promesa de acabar siéndolo en algún momento futuro: ella acepta su amor por él sin saber del posible tránsito de su bestialidad a un antropomorfismo anterior del cual desconocía todo; el amor que se profesan no se basa en promesas o en posibilidades, sino en la demostración de hechos: él es capaz de morir si ella decide abandonarlo.
Quedarse en cualquiera de las dos facetas, pretendiendo que son dos hechos independientes, sería un error. Jean Cocteau reflexiona sobre los límites de la belleza, lo humano y lo animal a través de una historia de fantasía, sí, pero sobre todo de celos y sentimientos amargos: todo se encuentra teñido de envidia, odio, asco; no hay un encuentro idílico, no hay una búsqueda noble: todo se da con una sutil violencia soterrada —con el mejor ejemplo en Bestia, que es un galán en el fondo, pero es una bestia en el modo de abordar su encuentro; pero también de Bella, la cual lo desprecia de entrada no sólo por sus promesas homicidas, sino por su bestialdad exterior — , que sólo se diluye en tanto la protagonista es capaz de descubrir la pureza que anida tanto en ella, como en Bestia: la solución no se da porque ella sea una cándida damisela capaz de aceptar la fealdad sobre la belleza —que es lo que la versión de Disney pretendía transmitir, obliterando así cualquier valor que pudiera tener la belleza por sí misma primando, en último término, unos valores más superficiales: «le quiero porque pensamos igual» —podría decir la Bella norteamericana en un arranque moralista — , sino porque a través del descubrimiento de la belleza del otro, la auténtica belleza interior de Bestia, es consciente de que éste se ha enamorado de ella por su belleza, por la auténtica belleza interior de Bella. Él se enamora de su decisión de sacrificar su vida para salvar la de su padre, ella se enamora de su tierna sensibilidad.
La pureza es un reflejo de la belleza interior, aquello que comparten tanto Bella como Bestia, sólo que en un sentido profundo: es algo que no es posible apreciar a través del conocimiento inmediato, ya que se encuentra soterrado en la experiencia, sólo pudiendo ser apreciado a través de la experimentación sentimental hacia el otro. Al involucrarme con el otro, al conocerlo y ahondar en él, es cuando puedo conocerlo tal y como es; el amor nace cuando nos enamoramos de la belleza singular de una persona. No se ama a pesar de los defectos, se aman incluso los defectos; Bella ama a Bestia incluso siendo bestia.
La exquisitez de los trajes, lo cuidado del aspecto de Bestia o la búsqueda de lo maravilloso en todo cuanto rodea la mansión, no deja de ser un subrayado del mensaje último de la película: incluso aquel que en apariencia es una bestia, busca la belleza si aún es hombre en su interior. ¿Por qué lo hace? Porque la belleza es algo que sólo se puede apreciar desde el conocimiento, desde la experiencia, y por tanto sólo puede conocerse cuando se ahonda de forma más profunda que en los caracteres inmediatos de una persona; uno no se enamora de un cuerpo, uno querría reproducirse con un cuerpo; uno se enamora de la experiencia vital que supone estar con una persona determinada. Por eso Cocteau renuncia al retrato de cualquier forma de egoísmo o búsqueda material en sus personajes, incluso de su fisicalidad perdida, cediéndole esa posición a los amargados secundarios —ya que, incluso el desencadenante, se da por una defensa de la belleza: se puede coger cuanto se desee del palacio de Bestia, salvo las rosas — , porque la pureza de las almas buenas está demasiado elevada para dejarse enfangar por las fútiles búsquedas de los pobres de espíritu.
Bestia no desea nada salvo que le dejen poder vivir feliz siendo inundado por la primaveral belleza de las rosas, sean éstas las rosas de su jardín o las rosas de su amor por Bella. Y si debe elegir entre vivir sin belleza o morir con ella, elegirá lo único que podría elegir cualquier hombre que no haya devenido bestia —que de hecho elige cuando la deja marchar una semana a ver a su familia, bajo la condición de que él morirá si no vuelve tras esa semana — : morir despreciando la vida vaciada de significado que le ofrecen.
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