1. Aunque la mayoría preferirían poder olvidarlo por pura conveniencia, hubo un tiempo en que el cielo era rosa; no un tiempo pasado, un tiempo donde se podía respirar la noche durante el día. Aunque todos consigan olvidarlo, nosotros no olvidamos; la humanidad puede lanzarse al unísono a las vías del progreso, nosotros aún abrazamos los últimos estertores del día para imbuirnos en el congestionado rosa que aún titila en el mundo.
2. Amamos la violencia, la destrucción, el movimiento de obliteración. No tenemos cuitas, salvo los ríos de sangre y las vísceras recorriendo las calles; no tenemos órganos, sino cuerpos: no somos zombies, porque no encontramos alimento en la aniquilación ajena. En la autonegación del yo, de la vida, del mundo. Destruimos sólo para volver a crear, herimos sólo para sanar. (más…)
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Cuerpos sin órganos, finalismo sin deseo. Sobre «Open Windows» de Nacho Vigalondo

Nuestra concepción de los límites de lo que es razonable va variando según vamos adoptando nuevas tecnologías a nuestras vidas. No es posible pensar el mundo igual después de la rueda, las videocámaras o Internet: cada una, a través de su particular medio, ha ampliado y reducido el horizonte de expectativas de los seres humanos como especie. Han ampliado los límites, pero también han sepultado convenciones. Tanto la intimidad como la identidad varían de forma asombrosa cuando se introducen nuevas tecnologías: con la rueda, acercarse hasta lugares lejanos y conocer algo más allá de la tierra donde se nació ya no es una utopía; con la videocámara existe un nuevo sentimiento de exhibición, es posible registrar cualquier cosa que hagamos para enseñárselo a los demás; con Internet se multiplica lo anterior de forma exponencial, porque podemos viajar sin movernos de casa y compartir nuestra vida sin siquiera vernos de forma física. Nuestros hábitos de vida cambian con nuestros hábitos tecnológicos. Ahora bien, si los hábitos varían según los cambios en la tecnología existe algo más profundo que nunca cambia: la esencia misma de aquello que nos hace humanos, la concepción profunda de la identidad.
Si hablamos de los hábitos cambiantes por causa de la tecnología imperante, Open Windows juega sus cartas al respecto desde el principio: en tanto la idea de intimidad ha variado, ya que Internet ha creado la concepción de que el acoso es positivo siempre y cuando se confunda con interés público —que en realidad no proviene tanto de Internet como de la prensa rosa, aunque la tecnología haya permitido amplificarlo de forma extrema — , hemos deshumanizado la idea de los otros. Si seguimos la historia de Jill Goddard, la estrella de moda en la serie B, y Nick, el administrador de una de las web de fans de la primera, es fácil ver hasta que punto es cierto lo anterior; la relación que sostiene Nick con Goddard es de consumo, un ejercicio de acoso puro, en tanto la consideración que hace de ella es poco más que de un trozo de carne. Siente que ella le debe algo. Ella es explotada de forma sistemática, tanto su vida como su imagen, para nutrir de contenido una página dedicada en exclusiva al orgullo del acoso como forma de vida, con una industria detrás fomentando la misma para obtener beneficios.
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Al triunfo desde el inframundo. Sobre «Salón de Belleza» de Silverio

El principal problema que tenemos como público es que hemos sido educados por un academicismo científico que cree poder reducir el arte a valores objetivos —que afirma poder establecer cánones incontrovertibles, cuando el arte es algo que requiere de perspectiva y, en buen grado, de interpretación — , abrazando entonces la posible existencia de verdades absolutas en el arte. Cosa que no es así. El problema derivado de ello no es tanto que despreciemos las formas populares del arte como que nos creemos menos elitistas de lo que en verdad somos. Es posible pensar pero no afirmar que «me aburre la música clásica y James Joyce es ilegible», pero nadie nos censurara por afirmar además de pensar que «la electrónica es ruido y Haruki Murakami una moda pseudointelectual»; existe una censura contra la crítica hacia lo establecido como elevado que no se da con lo popular. El elitismo cultural asola el mundo. Más en España, o en la cosmogonía hispanohablante en general, donde intentar buscar que alguien ría es motivo de mofa y sospecha; el payaso es sospechoso, el imbécil disfrazándose para pretender ser popular, porque es la zafia demostración de que los otros, aquellos más estúpidos que nosotros, sólo pueden apreciar el aspecto más inmediato del arte: lo festivo. Lo que olvidan es que el único que puede insultar al rey es el bufón, que el que gobierna en las sombras es el enano al cual se permite ofender al rey.
Pretender circunscribir a Silverio dentro de cualquier categoría musical es absurdo: si bien hace electrónica con evidentes concesiones breakbeat, no podemos reducirlo hasta ningún género en particular; del mismo modo, pretender reducirlo hasta la humorada clásica sería no respetar su trascendencia. Anida en él algo más profundo. Cualquier crítico que pretenda hacerse ver serio afirmará de su música que es fatua, sin valor musical estricto, en tanto no respeta concesiones ni géneros y, por extensión, es por sí misma inválida de ser juzgada como música; es un chiste, según esos hombres serios, como podría ser como podrían ser Ojete Calor o Putilatex. Lo afirmarán «irónico» para justificar un placer que «su responsabilidad social» sentencia como negativo. Aunque es posible entender que haya un componente humorístico de algún grado en su contenido, sería reducir su auténtica dimensión hasta el componente mínimo a través del cual se puede analizar. Es incómodo y absurdo, pero trasciende la condición de chiste: nos reímos con Silverio, pero es ofensivo.
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El arte de lo inútil. Tesis sobre la función del ruido en el presente

La vida antigua fue toda silencio. En el siglo diecinueve, con la invención de las máquinas, nació el Ruido. Hoy, el Ruido triunfa y domina soberano sobre la sensibilidad de los hombres. Durante muchos siglos, la vida se desarrolló en silencio o, a lo sumo, en sordina. Los ruidos más fuertes que interrumpían este silencio no eran intensos, ni prolongados, ni variados. Ya que, exceptuando los movimiento telúricos, los huaracanes, las tempestades, los aludes y las cascadas, la naturaleza es silenciosa.
El arte de los ruidos, de Luigi Russolo
Aun cuando Russolo hablaba de ruido pensando en el aspecto sonoro, en el ámbito informacional también estamos rodeado de un crisol ruidista que contrasta con lo que antes era quietud. La predominancia del silencio en tiempos pasados hacia fácil conocer lo que era armónico con respecto de la naturaleza, ya que lo que interrumpía el silencio era fácil notar si era mejor que el silencio: ante la ausencia de discursos, crear un canon inviolable que tuviera mínimas, además de lentas en su adopción, variaciones, era la posición más cómoda para comenzar a edificar el conocimiento de lo real. Toda información útil que se transmitía, toda la música, estaba compuesta de sonido. Aunque sería insensato decir que en otras épocas no se conocía el ruido, como si el gritos o el cuchicheo hubiera nacido con la imprenta —que como primera máquina no-humana de amplificación, antes de ella sólo había copistas, ya multiplicaba tanto el ruido como el sonido; cuanto más masivo es el medio, más difícil es regular su canon — , las consecuencias de sus ruidos no eran tan notables como hoy: se podía afirmar que el gobernador tenía una amante, pero era sólo ruido inocuo; cuando hoy se dice que el gobernador tiene una amante, el sonido le moverá directo hacia la renuncia de su puesto. Ha evolucionado la consideración que tenemos del ruido.
Si entendemos «sonido» por «información fehaciente» y «ruido» por «interferencias comunicacionales», entonces podríamos aplicar la tesis de Luigi Russolo al conjunto de nuestra sociedad. Pero también comprender su tesis. Por eso cuando decimos que la imprenta es la primera máquina amplificadora, estamos también resumiendo que ésta no es más que la mecanización de una actividad humana que se da desde antes de su existencia: la repetición de información, la comunicación. La imprenta, como el copista, comunica de lo importante al resto del mundo. El problema es que cuanto más masiva sea la producción de esa comunicación, menos fehaciente será: el monje copista genera poco ruido, porque tiene un conocimiento y un interés personal específico en aquello que transmite; el impresor genera bastante ruido, porque busca un interés comercial que manipula la comunicación; el usuario de Internet genera muchísimo ruido, porque vive en una infinita conexión solipsista: vive para comunicar(se). Cuanto más capacidad sonora tiene una máquina, también aumenta la cantidad de desechos, de ruido, que ésta genera.
