Etiqueta: pasado

  • Sin dios, estado o final. Sobre Park Chan-wook y la política cotidiana en «The Anarchists»

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    Todo es po­lí­ti­co. Partiendo de tal pre­mi­sa, cual­quier aná­li­sis que pre­ten­da­mos ha­cer al res­pec­to de la reali­dad se ve­rá siem­pre pre-configurado no só­lo por nues­tras po­si­cio­nes po­lí­ti­cas, sino tam­bién por las dis­po­si­cio­nes de tal cla­se que es­tén in­ser­tas per sé en nues­tro ob­je­to de es­tu­dio. Siempre que pre­ten­da­mos ha­cer un aná­li­sis al res­pec­to de lo real, de lo que acon­te­ce, ha­bla­re­mos de las co­sas en tan­to son per­ci­bi­das al pa­sar­las por un fil­tro es­ta­ble­ci­do de an­te mano a tra­vés del cual lo ana­li­za­mos; por su­pues­to, nues­tra res­pon­sa­bi­li­dad es ha­cer que el fil­tro ma­ni­pu­le la ima­gen en la me­nor me­di­da po­si­ble. O en de­jar dis­pues­to de for­ma cons­cien­te la exis­ten­cia de ese fil­tro. La po­lí­ti­ca no pue­de te­ner nin­gún pro­pó­si­to fi­na­lis­ta ab­so­lu­to, pre­mu­ra en su ob­je­ti­vi­dad, pre­sun­ción de ver­dad o so­lu­ción uní­vo­ca an­te los he­chos, por­que és­ta siem­pre se nos da co­mo un jue­go de fuer­zas frac­tal: ca­da jue­go de fuer­zas crea una nue­va dis­po­si­ción de jue­go de fuer­zas ad in­fi­ni­tum.

    La pre­sun­ción de la im­po­si­bi­li­dad de una ver­dad po­lí­ti­ca que va­ya más allá del aquí y aho­ra, de una cier­ta prag­má­ti­ca rea­lis­ta de lo que fun­cio­na en ca­da ca­so, pues nin­gún ac­to fun­cio­na igual dos ve­ces, se­ría lo que de­sa­rro­lla­ría Park Chan-wook en su guión de The Anarchists, aun­que di­ri­gi­do por Yu Yong-sik, don­de des­ve­la lo que en el res­to de su fil­mo­gra­fía son in­si­nua­cio­nes que, no por evi­den­tes, de­jan de ser os­cu­ras: su po­si­ción política. 

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  • A veces creo en la luz verde. Una carta dirigida a Jay «El gran» Gatsby

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    Querido Gatsby,

    te es­cri­bo es­tas pa­la­bras des­pués de mu­cho tiem­po. Aquí to­do si­gue igual y, don­de tú es­tás, tam­po­co cam­bia na­da ya sal­vo la for­ma en co­mo se te lee: siem­pre eres aban­do­na­do por la ti­li­lan­te luz ver­de y, quie­nes te que­re­mos, es­ta­mos de­ma­sia­do le­jos pa­ra con­so­lar­te. No sé si por ca­sua­li­dad o por in­ca­pa­ci­dad; su­pon­go que am­bas. Pero cuan­do ha­ce­mos da­ño al otro, y cuan­to más que­re­mos más da­ño po­de­mos pro­vo­car, no lo ha­ce­mos con in­ten­ción de he­rir las des­ve­la­das le­ta­nías de sus me­ses de pri­ma­ve­ra. Ya lo sa­bes. Por eso se que me per­mi­ti­rás que en es­ta oca­sión di­va­ge, que te se­ña­le aque­llo que he re­cor­da­do de ti, esa son­ri­sa tris­te tu­ya que es­con­de una te­naz ne­ce­si­dad de pa­sa­do —un pa­sa­do que sa­bes tu­yo por de­re­cho, ¿có­mo no per­se­guir­lo entonces?¿Cómo no per­der­lo pues?— que ti­li­la en la no­che más allá de los azu­les cam­pos en­tre los dos pun­tos se­pa­ra­dos por el in­fi­ni­to. Jay Gatsby y Daisy Buchanan: el sue­ño de una no­che de ve­rano tro­ca­do en­tre fiestas.

    ¿Pero por qué fies­tas, Gatsby? Ya sé que to­dos han creí­do siem­pre que el sen­ti­do de tu vi­da era el ex­ce­so, la fies­ta, la os­ten­ta­ción; to­dos te lla­man con­tra­ban­dis­ta o ase­sino, ho­mo fes­ti­vu­rus o bur­gués abu­rri­do, cuan­do sin em­bar­go tú no eras na­da de eso: lo ha­cías por Daisy, por­que ella sí era to­do eso y mu­cho más. Ella era un al­ma abu­rri­da del Oeste que ne­ce­si­ta deses­pe­ra­da­men­te sa­ber­se atraí­da por al­go que le apor­te ese al­go más. Ese al­go más po­día ser cual­quier co­sa. Por eso tus fies­tas re­sul­tan tan fas­tuo­sas, pa­té­ti­cas y des­hi­la­cha­das, un cam­po de jue­gos don­de la co­rrup­ción de un tiem­po se nos mues­tra res­que­bra­ján­do­se en las vi­vas pa­re­des crea­das pa­ra un tiem­po pa­sa­do; na­da hay au­tén­ti­co en ello, por­que son só­lo un trá­mi­te pa­ra con­se­guir aque­llo que de­seas. La fies­ta es pa­ra Daisy. Para que Daisy pue­de con­si­de­rar­te, si es que eso es po­si­ble, un igual que ella. Sé que aquí son­rei­rás con es­cep­ti­cis­mo, con esa re­pro­va­ción de aquel que no le gus­ta que se­ña­len aque­llas co­sas que pre­ten­de es­con­der de su mis­ma per­so­na, pe­ro es im­po­si­ble ca­llar­se las fi­lo­sas ver­da­des del al­ma en­tre ami­gos. Quizás no quie­ras oír­lo, pe­ro tam­po­co pue­des ne­gar­me que así sea.

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  • Un cierto momento del tiempo. Análisis de la objetividad y la subjetividad a través del plano secuencia

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    Cuando ha­bla­mos al res­pec­to del ci­ne, uno de los ele­men­tos que atrae­rán de for­ma sis­te­má­ti­ca la mi­ra­da de Gilles Deleuze es el de plano se­cuen­cia Ahora bien, ¿qué es el plano se­cuen­cia? Para sa­ber­lo lo me­jor se­rá acu­dir a las pa­la­bras del maes­tro del plano se­cuen­cia, a la sa­zón uno de nues­tros ob­je­tos de es­tu­dio a tra­vés del cual vis­lum­brar al­gu­na cla­se de con­clu­sión con res­pec­to de la obra de Deleuze, Pier Paolo Pasolini:

    Observemos el film de 16 mm. que un es­pec­ta­dor, en­tre la mul­ti­tud, ro­dó so­bre la muer­te de Kennedy. Se tra­ta de un plano-secuencia; y es el más ca­rac­te­rís­ti­co plano-secuencia.

    El espectador-operador, en efec­to, no eli­gió án­gu­los vi­sua­les: fil­mó sim­ple­men­te des­de don­de se en­con­tra­ba, en­cua­dran­do lo que su ojo —me­jor su ob­je­ti­vo— veía.

    El plano – se­cuen­cia ca­rac­te­rís­ti­co es, por lo tan­to, una to­ma «sub­je­ti­va»PASOLINI, P.P., Discurso so­bre el plano-secuencia o el ci­ne co­mo se­mio­lo­gía de la reali­dad, Problemas del Nuevo ci­ne, Alianza, Madrid, 1971, p. 61, En li­nea: http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com.es/2009/11/pier-paolo-Pasolini-discurso-sobre-el.html.

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  • El pálido fuego de la literatura es su propia (posibilidad de) existencia (II)

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    Pálido Fuego, por Vladimir Nabokov 

    Una de las ma­yo­res di­fi­cul­ta­des cuan­do abor­da­mos una obra li­te­ra­ria es pre­ten­der que en ella el es­cri­tor no ha de­po­si­ta­do al­go par­ti­cu­lar de sí. Es ló­gi­co que en tan­to una per­so­na ha de­di­ca­do me­ses, sino años, en la ges­ta­ción com­ple­ta de un pro­yec­to ha­ya en es­ta, de for­ma más o me­nos no­to­ria, par­te de su es­pí­ri­tu de­po­si­ta­da co­mo mo­do de in­su­flar­le una au­tén­ti­ca vi­da más allá de su ca­li­dad in­trín­se­ca; to­da obra es hi­ja de su crea­dor, in­de­pen­dien­te­men­te de que es­ta lue­go ten­ga que re­co­rrer el mun­do so­la. Pero aun con to­do no hay oca­sión en la que una no­ve­la no es­té te­ñi­da de la opi­nión del otro, del lec­tor, de aquel que co­men­ta la obra en sus már­ge­nes ‑de for­ma li­te­ral o metafórica- apro­pián­do­se pa­ra sí de to­do cuan­to lee en ella. ¿Acaso no es ló­gi­co que, al leer una no­ve­la cual sea, nos sin­ta­mos iden­ti­fi­ca­dos o, co­mo mí­ni­mo, sa­que­mos in­ter­pre­ta­cio­nes que siem­pre es­ta­rán re­la­cio­na­dos con nues­tra pro­pia opi­nión al res­pec­to del mun­do? Lo es, por eso nos gus­ta la literatura.

    La pe­cu­lia­ri­dad de Pálido Fuego de Nabokov no es ya el he­cho de crear una fic­ción bio­grá­fi­ca par­ti­cu­lar crea­da en for­ma de poe­ma de un per­so­na­je, co­sa que por otra par­te no tan ex­tra­ña, sino que su par­ti­cu­lar sin­gu­la­ri­dad es co­mo es­ta sir­ve de es­cu­sa pa­ra edi­fi­car una no­ve­la. Ahora bien, es­to no sig­ni­fi­ca que se val­ga del ma­ni­do re­cur­so de apro­ve­char un com­po­nen­te bio­grá­fi­co pa­ra edi­fi­car to­da una his­to­ria co­mo se lle­gó has­ta esa si­tua­ción, sino que re­tuer­ce to­da la pre­mi­sa has­ta con­ver­tir el co­men­ta­rio crí­ti­co del poe­ma en la pro­po­si­ción mis­ma de la no­ve­la en sí. No hay una cons­truc­ción a par­tir del poe­ma que de pie a una his­to­ria na­rra­ti­va en sen­ti­do clá­si­co, sino que el poe­ma es un ex­qui­si­to ejer­ci­cio de es­ti­lo que da a pie a la cons­truc­ción de otro aun ma­yor ejer­ci­cio de es­ti­lo; el poe­ma es pro­ce­so y cons­truc­ción de un to­do ma­yor, la no­ve­la, que se edi­fi­ca a par­tir de su per­tur­ba­ción de los có­di­gos de la crí­ti­ca. O, lo que es lo mis­mo, en Pálido Fuego po­de­mos de­cir que hay con­te­ni­da una no­ve­la por­que de he­cho es una no­ve­la que se dis­fra­za de otros gé­ne­ros ‑la poe­sía, el en­sa­yo literario- pa­ra así po­der de­fi­nir­se co­mo tal de for­ma que va­ya más allá de los me­ros con­ven­cio­na­lis­mos na­rra­ti­vos de lo que su­po­ne ser no­ve­la. Es un pá­li­do fue­go por­que es una pá­li­da no­ve­la, al­go que só­lo pa­re­ce no­ve­la por­que sa­be­mos que lo es. 

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  • Devenir hacia la sobriedad del pasado es también devenir futuro

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    11のとても悲しい歌, de Pizzicato One

    Aunque en oca­sio­nes pa­rez­ca­mos re­ver­be­rar en la opi­nión con­tra­ria, la reali­dad es que la exis­ten­cia par­ti­cu­lar de to­do ser hu­mano se de­ter­mi­na a tra­vés de una evo­lu­ción cons­tan­te que pro­du­ce que sea im­po­si­ble que és­te se man­ten­ga siem­pre den­tro del mis­mo ca­non estético-ético sos­te­ni­do en ca­da mo­men­to. Es por eso que la acu­sa­ción de auto-plagio que se rea­li­za a cier­tos ar­tis­tas no es una es­tu­pi­dez pro­pia de es­nobs tras­no­cha­dos, sino que es al­go real que acon­te­ce en sí cuan­do un au­tor es in­ca­paz de evo­lu­cio­nar de un mo­do ade­cua­do op­tan­do en­ton­ces por un in­fa­me auto-plagio en el cual re-definirse a tra­vés de vol­ver su mi­ra­da al pa­sa­do. Quien no sa­be ma­du­rar, vuel­ve otra vez a la ado­les­cen­cia; quien no quie­re ma­du­rar, ha­ce co­mo si fue­ra ado­les­cen­te aun­que su ciá­ti­ca se lo im­pi­da. Es por ello que to­da evo­lu­ción es siem­pre ne­ce­sa­ria, pues sin ella nos es­tan­ca­mos en un pseudo-pensamiento es­té­ril, pro­du­cien­do que to­do sal­to sea un sal­to de fe cie­go en el cual te­ne­mos que con­fiar que cae­re­mos en el lu­gar que nos re­sul­ta­rá más pro­pi­cio ‑haz que pa­se el su­fi­cien­te tiem­po des­de que vis­te por úl­ti­ma vez a al­guien y ese al­guien te pa­re­ce­rá una per­so­na com­ple­ta­men­te diferente.

    Este pro­ble­ma, cuan­do ha­bla­mos de mú­si­cos ‑y de for­ma aun más re­dun­dan­tes si ha­bla­mos de mú­si­cos ja­po­ne­ses, aca­ba por ser una pro­ble­má­ti­ca tan pro­fun­da que pa­re­ce ca­si im­po­si­ble dis­cer­nir que hay de real en la obra de un au­tor que ha­ce ya diez años que per­ma­ne­cía en el más re­po­sa­do de los si­len­cios. El ca­so de Konishi Yasuharu es ex­cep­cio­nal: 50% de Pizzicato Five, una ca­rre­ra im­pe­ca­ble y una ca­pa­ci­dad pa­ra adap­tar­se a con­ti­nuos vai­ve­nes mu­si­ca­les que nin­gún otro gru­po, ya no di­ga­mos otro mú­si­co, ha sa­bi­do asu­mir pa­ra sí. Es por ello que la anun­cia­ción de su vuel­ta al mun­do de la com­po­si­ción só­lo pu­do des­atar ví­to­res y fe­li­ci­dad, aun con un pe­ro, ¿es po­si­ble, si­quie­ra ló­gi­co, que ha­ya cam­bia­do o no ha­ya cam­bia­do na­da en es­te tiem­po aun cuan­do fue­ra con el nom­bre de Pizzicato, es­ta vez, One que ade­más es un dis­co de ver­sio­nes? Lo que pri­me­ro fue­ron ví­to­res y fe­li­ci­dad de re­pen­te co­men­zó a en­friar­se an­te la po­si­bi­li­dad de en­con­trar­nos con un Yasuharu es­tan­ca­do, de­ma­sia­do ado­ce­na­do por la cos­tum­bre co­mo pa­ra vol­ver a su su­ti­le­za de la apro­pia­ción co­mo pa­ra aca­bar to­do en un re­sul­ta­do atrac­ti­vo. Y aun en­ci­ma no fue­ra un dis­co de shibuya-kei, el gé­ne­ro que prác­ti­ca­men­te fun­dó, sino de jazz. Pero el re­sul­ta­do ates­ti­gua la fe que en él depositamos.

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